Sabemos que del vacío solo surge el vacío. Caminamos sobre carreteras pavimentadas por nuestros antecesores. Es inevitable, por tanto, que nos pasemos la vida mirando fotos, guardando algunas de ellas en la memoria, admirando autores y definiendo qué es una buena foto y cuál no.
Incluso las personas autodidactas beben de lo que han hecho quienes les precedieron. La única diferencia es que no asisten a una escuela de fotografía, pero ven parecidas imágenes y reciben similares estímulos. Con todo esto vamos armando una idea, nunca definitiva, de qué merece la pena retratar. Porque fotografiamos lo que nos atrae, nos deslumbra, nos seduce, nos asombra. No deja de ser una búsqueda de placer, no solo visual. Y los gustos, casualmente, tienen un componente social muy elevado. Por eso están determinados en gran medida por el contexto en donde vivimos.
Yo, de pequeño, salía al campo. Lo suficiente como para cogerle cariño a la Naturaleza. Cuando tuve mi primera cámara no me pregunté qué fotografiar, simplemente intenté capturar mucho de lo que me rodeaba: casas, luces, personas, animales, carreteras, coches, plantas… Estaba probando la herramienta, mi forma de mirar y las distintas maneras de plasmarlo en una foto. Sin embargo, en unos pocos años la Naturaleza ejerció su poder de atracción sobre mí y solo quise fotografiar en el campo.
© Fernando Puche |
Porque al principio asumí que la fotografía iba de atrapar cosas bellas. Aunque fuese una belleza subjetiva, imperfecta, mejorable, fugaz, emotiva. Esto implicaba encontrar espacios que tuviesen esos atributos estéticos que yo identificaba con la belleza natural del paisaje: ciertos contrastes, determinadas luces, texturas específicas, colores vivos, formas poderosas. Era una belleza prestada, por supuesto, pero la hice mía durante años como si hubiese nacido con ella. Así que la pregunta de qué fotografiar la respondía inmediatamente con esta palabra: belleza. Ahora bien, ¿qué belleza? Al principio se trataba de una belleza romántica, capaz de provocarme emociones intensas. De atrapar mi mirada de una forma inevitable. Una estética basada en la fuerza visual y en la idea de un paraíso perdido. El paisaje como representación de una utopía naturalista muy ligada a los sentidos y a una cierta percepción mística del mundo natural.
Afortunadamente, esa belleza fue variando con el tiempo a medida que mi vida cambiaba, mi cabeza se hacía más adulta y mis referentes eran sustituidos por otros. Esa belleza se fue volviendo menos espectacular, menos romántica, menos sensacionalista y, por supuesto, menos mística. Descubrí los pequeños detalles, las texturas, los días nublados, el minimalismo, las exposiciones múltiples, los fotos borrosas, la abstracción, el placer de mirar más despacio, más profundamente y con menos prejuicios. La belleza entonces se volvió infinita. Porque sigo necesitando fotografiar aquello que me gusta, que me conmueve, que me seduce. Una belleza, por tanto, que va más allá de la sensación estética y busca también lo emocional.
En realidad, la pregunta de qué fotografiar no dejas de hacértela nunca. Incluso si capturas lo que te gusta, lo que te hace feliz, es posible que esa búsqueda y esa repetición hagan que la cuestión aparezca en tu cabeza más pronto que tarde. Por eso, a esa misma pregunta de qué belleza fotografiar le he ido dando con los años diferentes respuestas. Una belleza de postal, otra de saturación cromática, una de espacios íntimos, alguna de irrealidad, también una belleza contemplativa, de huir de mis propias limitaciones estéticas. Bellezas más conceptuales, menos forzadas, algo más personales. Es bueno cambiar las respuestas, nos hace mejores fotógrafos. Pero, bueno, ya sabéis que lo mejor es ser capaces de cambiar las preguntas. En mi caso, más que la pregunta «qué belleza», ahora intento contestar a esta otra: ¿qué cosas que no parezcan tan bellas me emocionan lo suficiente como para dedicarles una foto?
© Fernando Puche |
Sin embargo, no puedo huir de mis gustos estéticos. Por cierto, lo mismo que me pasa con la comida, el cine, la música, los amigos, la ropa o los libros. Soy una persona muy limitada y por eso hago las fotos que hago: porque necesito disfrutar de esa búsqueda de experiencias sensibles que es para mí la fotografía.
Al final, solo quiero mostrar a los demás las cosas que son bellas para mí, es decir, que a mí me emocionan. Sumergir al espectador en el mismo proceso contemplativo en el que me sumerjo cuando fotografío algo que me conmociona. Y con esto dentro de mi cabeza intento que esa belleza y esa emoción no sean siempre las mismas. O, al menos, que no se note demasiado. En todos estos años he fotografiado lo que veía en revistas de fotografía, lo que creía que era bonito, lo que captaban mis referentes fotográficos, lo que soñé que alguna vez atraparía, lo que entendía que era un buen paisaje, lo que sentía como espectacular, lo que estaba seguro de que parecería espectacular a los demás, lo que aún no había fotografiado y me seguía gustando, lo que reflejaba mi estado mental, lo que todavía me emocionaba, lo que pude hacer con mi tiempo, mi energía y mi creatividad.
¿Qué fotografiar? Lo que nos motiva. Así de simple y así de complejo. Ya solo intentarlo merece la pena.
En esta misma serie:
– Buscando respuestas – Prólogo
– ¿Qué Fotografiar?
Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
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