Lo dejé escrito hace años: las buenas fotos estaban donde fotografiaban mis héroes. Puesto que sus imágenes me gustaban mucho (a veces soñaba con ellas), los lugares donde habían sido hechas se convirtieron en «lugares mágicos», es decir, en fábricas de buenas fotos. Solo había que acudir allí y sacar la cámara. Ya está: fácil, sencillo, sin complicaciones.
¿Es simple? Demasiado, por supuesto. Pero no le podemos pedir al cerebro que siempre nos complique la vida tanto que nos la haga indescifrable y nos impida escoger. Veamos: una imagen nos parece maravillosa y fue realizada en un sitio que tiene nombre y apellidos. El atajo es evidente: si voy a ese mismo lugar podré captar fotos parecidas, es decir, buenas. A veces somos muy simples y esto nos facilita muchas cosas en el día a día. Una de ellas es hacer fotos. Coger el equipo, conducir, llegar y disparar. Y es que tampoco se trata de sufrir. Así pues: ¿Dónde ir? Donde iban mis ídolos.
La obra de mis autores de referencia me hizo preguntarme primero dónde encontrar paisajes espectaculares, luego dónde hallar ciertas luces y más tarde dónde localizar esa misma estética. Vas un poco a tiro hecho, puesto que al conocer el lugar a través de las fotografías de otras personas, en tu cabeza ya aparecía el resultado. En muchos casos conecté con esos sitios porque ya iba con la conexión «enchufada» de casa. Los conocía de antemano, había visto fotos de ese mismo territorio, lo había imaginado, estaba convencido de que haría fotos maravillosas. El lugar se había introducido en mi cabeza.
© Fernando Puche |
Sin embargo, ese es precisamente el pequeño problema que tienen los lugares: que nos constriñen a unos límites geográficos concretos, a una estética determinada, a una climatología específica, a unos motivos limitados. A veces, no siempre, funcionan como unas anteojeras. El lugar, en este caso, se convierte en la fotografía.
Durante años quise fotografiar muchos de los enclaves que habían fotografiado otros grandes fotógrafos. Los nombres de todos ellos no caben en este escueto artículo. En realidad, da lo mismo. Y, sin embargo, su importancia fue disminuyendo a medida que me cansé de viajar a países lejanos, de subir, de sudar, de dormir mal, de agotar mis piernas, de pasarme meses fuera de casa.
Una chispa iluminó mi mente: si mi desempeño creativo dependía de fotografiar lugares emblemáticos, es que algo estaba fallando. Este pensamiento se mezcló con el dinero que me gastaba, las energías que invertía, los estereotipos que capturaba, el tiempo del que disponía y algo de inconformismo. ¿Se podía crecer fotográficamente yendo a la vuelta de la esquina? Se podía.
Conocí la obra de otras personas que fotografiaban cerca de su casa justo cuando yo me había cansado de retratar espectaculares paisajes lejos de mi hogar. ¿Casualidad? Puede. El caso es que dejé de coger aviones, de buscar lugares salvajes, de mirar cómo se llamaban los sitios. Mi cuerpo descansó en paralelo a una cabeza que se esforzaba por desembarazarse de todos esos clichés que había estado retratando durante años. ¿Arrepentimiento? Ninguno. Maduré precisamente gracias a eso.
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Los sitios son importantes, es verdad, pero mucho más las sensaciones que nos producen. Por eso todas las preguntas anteriores dieron paso a una nueva: ¿Dónde sentir una conexión especial con el entorno? Entonces dejaron de ser importantes los nombres y las localizaciones. Lo esencial era cómo me sentía yo mientras visitaba un enclave (el que fuese), mientras estaba inmerso en él, en el instante de mirarlo a través de la cámara. Daba igual dónde estuviese, daba igual su denominación, su geografía, su estética. Necesitaba experimentar esos espacios. Esto no significa que no tuviese antes esa misma necesidad, ¡claro que la tenía! Significa que antes me guiaba demasiado por los nombres, las vistas espectaculares, los espacios más mediáticos, las localizaciones famosas.
Al final, la decisión sobre dónde hacer fotos depende de lo que quieras expresar. Los lugares que visitas son solo un medio para capturar lo que ya llevas dentro. Todos tenemos una brújula interior que nos dice dónde ir y qué atrapar. Una brújula hecha de imágenes ajenas, gustos propios, tendencias sociales, impulsos inconscientes y recuerdos poderosos.
Si te sientes bien en un lugar, si te transmite buenas ideas, si creativamente te motiva, si te obliga a sacar la cámara, si te hace soñar, si estás deseando volver, entonces da igual cómo se llame, la distancia, los colores, el emplazamiento. Ahí es donde tenemos que hacer fotos. Ya vendrán otros enclaves después. Sin obligaciones, sin etiquetas, sin prejuicios. La pregunta no sería entonces dónde encontrar, sino dónde sentir.
En esta misma serie:
– Buscando respuestas – Prólogo
– ¿Qué fotografiar?
Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
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