Siempre se ha dicho que los nombres son importantes. Ponerle nombre a algo es darle vida, hacerlo visible, otorgarle la posibilidad de tener una historia.
Los nombres significan mucho: significan tener derecho a que puedan nombrarte. Y cuando ese significado es menos obvio, al menos ofrecen una palabra a la que aferrarse, unas letras con un orden concreto, una voz que te seduce. Junto al nombre te regalan un lugar en el mundo.
Cuando alguien pregunta por una cámara específica en una tienda, en realidad está pidiendo algo con lo que identificarse, un objeto con personalidad propia. El nombre de la cámara se pronuncia para hacer audible un objeto al que se le exige que haga magia. Porque la magia no depende solo de las habilidades de una persona, sino también de la confianza que se deposita sobre la propia herramienta. Es similar a la fe que ponemos sobre un dios al que otorgamos poderes supremos.
Cuando alguien pregunta por una cámara específica se está retratando, aunque en ese momento lo desconozca. No está entonando una palabra cualquiera; está profiriendo un conjuro. La persona que pronuncia y la que escucha están inmersas en un rito secreto que solo conocen quienes poseen ciertos artilugios. Todos los demás están excluidos del baile.
© Valentín Sama |
En un país lejano, hace ya siglos, una empresa comenzó a fabricar cámaras fotográficas. Como no se pusieron de acuerdo sobre el nombre de la empresa, decidieron finalmente llamarla «la empresa» y al objeto que producían «la cámara». Así, a secas, sin denominación comercial, ni siglas, ni marca siquiera. Sobre el aparato, de hecho, no aparecía palabra alguna. La cámara en cuestión era fiable, duradera, robusta. Pesaba poco, funcionaba bien, era hermosa. Se vendieron unas pocas unidades y las personas propietarias estaban realmente contentas. Los aparatos nunca se estropeaban, no eran caros, tenían garantía de por vida.
Las ventas fueron cayendo de forma progresiva hasta que apenas se vendían unas pocas unidades al año. La empresa llegó a considerar el cierre, la cesión del negocio o incluso convocar un concurso de acreedores. El desánimo era palpable entre la directiva y el personal. A una trabajadora se le ocurrió organizar un concurso para ponerle nombre a la marca y que eso sirviese además para poder identificar a su magnífica cámara. La dirección aceptó la propuesta y pusieron una urna en medio de la nave principal para que cualquiera depositara un sobre con los posibles nombres que se les llegasen a ocurrir. Tampoco hubo tantos, eso es verdad, pero estaban decididos a no volver a vender cámaras sin nombre. El concurso, así quedó escrito y firmado, no podía declararse desierto.
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Seis meses después comenzaron a venderse las nuevas cámaras. Sus ventas subieron como la espuma y con el tiempo se hicieron famosas. La gente identificó el nombre con la fiabilidad, el ahorro y la ligereza. Hubo personas que incluso se tatuaron en su cuerpo el nombre de la cámara. Sobre todo en el antebrazo, pero también en los tobillos o en las nalgas. Causó furor; de eso no hay duda. Los artistas más celebrados solo querían trabajar con ella. Parece ser que cierto magnate chino se llevó una en un vuelo comercial a Marte para fotografiar la superficie del Planeta Rojo.
Se contó la historia de la cámara y ese relato fue llevado al cine por un director de prestigio. La película recaudó mucho dinero e hizo famosos a sus protagonistas. La fama del aparato provocó que sus precios se disparasen y el paso de los años hizo crecer exponencialmente el número de personas que no podían permitirse tal lujo. Solo los mejores o los más ricos pudieron comprar semejante obra de arte.
La marca se convirtió en un mito y, como muchos otros mitos, nadie sabía con certeza el origen del éxito. Parecía un asunto religioso. Creer o no creer: esa era la cuestión.
Antes de morir, la trabajadora que ganó el concurso de la fábrica confesó que su inspiración le vino mientras veía una de sus series favoritas en televisión. Le dieron como premio una semana de vacaciones extra. También le dieron la primera cámara con nombre que produjo la fábrica. Resulta que jamás llegó a utilizarla. «Nunca me gustó hacer fotos. Yo soy más de hablar.»
(1) Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
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