La inteligencia artificial lo barrió todo. Pasó como un tsunami sobre la técnica, los formatos y la creatividad. A su paso dejó una enorme llanura de colores brillantes, composiciones magistrales y deseos cumplidos. Un campo repleto de máquinas rapidísimas trabajando a las órdenes de personas ávidas por generar la mejor de las imágenes. Decían que todo era posible. También decían que no había vuelta atrás.
Muchos comercios cerraron. Las exposiciones se convirtieron en muestrarios de obras oníricas de una perfección insultante. Obras expuestas para ojos imperfectos. Atrapar la apariencia visual del mundo dejó de tener importancia. Lo importante era saber dar la orden precisa para que la máquina escupiese el sueño hecho imagen.
Los drones que inundaban el cielo empezaron a descubrir pequeñas figuras vagando por el paisaje mientras intentaban desentrañar algún misterio. Para las máquinas, sin embargo, no existían misterios. Para ellas no había nada imposible. Esas figuras que se movían por el territorio eran personas que buscaban algo que las máquinas no podían ofrecerles. Pasaban frío y calor, hambre y cansancio, incertidumbre y desesperación. La gente se reía de ellas porque sufrir ya no tenía sentido. ¿Serían masoquistas?
© Ignacio Itarte |
Los drones comenzaron a vigilar con más ahínco mientras seguían sus pasos dondequiera que fuesen. Se recelaba de su comportamiento. ¿Sabrían algo que los demás desconocían? Iban desaliñados, a veces con harapos y apenas se aseaban. Finalmente, alguien dio la orden y se detuvo a uno de ellos. Le leyeron sus derechos, dijeron que podía llamar a un abogado, que todo lo que dijese podía ser utilizado en su contra. Entonces, ya esposado, le metieron en un coche. Terminó en una sala para interrogatorios. Su rostro lucía una mirada perdida, la boca sin emitir frase alguna, parecía tener la cabeza en un lugar muy alejado de este. Le preguntaron a fondo relevándose en turnos de mañana, tarde y noche. Solo con agua, sin comida. Si no hablas, morirás de hambre, le amenazaron.
Solo fue posible sacarle tres palabras: «solo quiero sentir...». Parecía que iba a añadir algo, pero su voz se apagó igual que se apagan los juguetes sin pilas. Tuvieron que dejarle salir y permitirle vagar a sus anchas con o sin harapos. No comprendieron sus razones; imagino que porque no las expresó y porque tampoco entendieron sus palabras.
Las máquinas siguieron trabajando a las órdenes de personas que buscaban una perfección tan cambiante como los vientos costeros. Quienes se movían desaliñados por el paisaje continuaron persiguiendo lo que las máquinas no podían darles. Sin embargo, todos, programadores y fugitivos, apocalípticos e integrados, pensaban lo mismo: «Los tiempos están cambiando.» Y lo hacían demasiado rápido. Ante semejante vértigo, unos se refugiaban en el pasado y otros en el futuro. Los primeros recelaban de lo que venía; los segundos, de lo que ya había sucedido. Alguien comentó la existencia de una antigua canción que hablaba de algo parecido, pero nadie pudo recordarla. Las máquinas, sorprendentemente, tampoco.
Hacha neolítica de pedernal © Frank Basford, Wikimedia ShareAlike License |
El conflicto, parece ser, comenzó cuando el ser humano fabricó su primera herramienta. Miles de años atrás.
(1) Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
Comentarios
Me ha recordado al mundo profundamente vacío de Farenheit 451.
Y el nuestro no está muy lejos de ninguno de los dos.
Gracias, como siempre, un placer leer el blog.
Un saludo.