Fotografiar la selva no es fácil. Detesta los intrusos. Para poder hacerlo has de fundirte con ella y eso requiere tiempo. Tanto que a veces uno se muere y no ha logrado vislumbrar su cara. Porque el rostro de la selva solo puede verse si te da su permiso. La cámara, desde luego, no ayuda.
Oscura y negra. Así es la selva cuando no quiere que la veas. Pero lo peor no es eso. Lo peor es ese aroma a putrefacción y humedad. A quebranto y a náusea. A muerte, en definitiva. Hay que recorrerla muchas veces para acostumbrarse a ese ambiente de amenaza y de desprecio. La selva no te necesita y la cámara, por supuesto, no ayuda.
La selva, en realidad, produce espanto y la cámara no puede capturar nada de eso. Puede abrir un ojo, porque es lo que mejor sabe hacer, pero no puede sacarle la luz que ella guarda con celo.
La selva no se alía con ningún ser vivo. Tiene sus propias reglas y no desea compartirlas con nadie. Quien se adentra en ella sabe que penetra en un territorio donde la vida vale muy poco y el hambre de vida está por las nubes. Porque la selva siempre tiene apetito, da igual la hora o el día de la semana. Y la cámara, como es lógico, no entiende nada de esto.
© Fernando Puche |
La selva no es sino una gigantesca panza que va devorando sin descanso mucho de lo que hay en ella. Cuando uno sabe escuchar, los sonidos de la selva parecen el ruido de una trituradora de vida. Los latidos de sus entrañas, el abrir y cerrar de miles de ojos, los pájaros nocturnos, la lluvia golpeando las hojas, el masticar de los depredadores, las garras arañando el suelo, la carne pudriéndose. Los ruidos del miedo y de la supervivencia. Y la cámara, faltaría más, es sorda a todos esos sonidos.
La selva está llena de trampas. Silenciosas y escondidas, jamás se dejan ver. Permanecen ocultas incluso cuando el sol brilla en lo alto. Hay tal cantidad que uno solo puede rezar mientras camina a tientas por su interior. Hay que respirar ese miedo y escuchar sus aullidos para poder acercarse a ella e intuir su rostro. Exuberancia, terror, oscuridad, sangre, caos, incertidumbre, pánico, soledad. La selva es una orgía de sensaciones y la cámara, obviamente, nunca alcanzará a captar ese clímax.
Insectos, moscas, garrapatas, chinches, sanguijuelas, gusanos… La selva es un monstruo voraz lleno de rabia y de locura. Un laberinto infinito de voces y de sombras. Un reino brumoso repleto de miedo y de olvido. El aliento de la selva no cabe en un millar de fotos; por eso sería mejor evitar semejante trago y que una máquina imaginase sus tripas. Evitar ese espanto y que un algoritmo generase una imagen amable y certera. Evitar el olor a masacre y que un programa informático produzca un simulacro de selva. Evitar la experiencia y dejarle la tarea a un mezclador de colores, de plantas, de humedades, de savia, de destellos y de raíces para que fabrique la imagen definitiva. De esta forma nunca más volverá a producir miedo, ni amenaza, ni rechazo. De este modo ya nunca más será un espacio hostil y saturado de desechos. Será una postal idílica llena de luz y exotismo sin pizca de sentimiento o de afecto.
Esa selva nunca será una selva.
(1) Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
Comentarios
Un saludo.
Hola Savini. En realidad he cogido una visión de la selva como excusa para hablar de fotografía. Podía haber cogido otra visión y el sentido del texto sería el mismo. Lejos de mi intención dar una visión negativa de la selva, en absoluto. Es solo un recurso para hablar de otra cosa. Pero la selva no es algo negativo, eso nunca. Así pues, larga vida a las emociones, a la experiencia y a los sentidos.
Un saludo y gracias por tu comentario.
Fernando Puche