Si para los marines norteamericanos de las películas bélicas rendirse no es una opción, a un fotógrafo le ocurre lo mismo con el hecho de reflexionar. Puede elegir no hacerlo, y entonces su proceso estará incompleto. Inválido diría yo. Una persona que hace fotos y jamás medita sobre ellas, sobre su creación, sus vínculos con la personalidad del autor o sus posibles causas, está utilizando simplemente un dispositivo cualquiera para hacer fotos, ya está. Vivir la fotografía, esto debe quedar claro, es otra cosa. No se trata de manejar una herramienta que crea imágenes. Se trata de recorrer un camino que tiene que ver con los sentimientos, la memoria, el aprendizaje y las cuestiones técnicas. Vivir la fotografía es pensarla, sentirla, realizarla y meditarla. Hay grados y gustos, como con los colores. Unas personas pensarán más, sentirán distinto o meditarán algo menos. La fotografía nunca ha sido una cuestión de cantidad.
Un fotógrafo es una persona que reflexiona como todas las demás y, sin embargo, lo hace sobre algo que solo le pertenece a ella: su proceso creativo. Un proceso creativo sobre el que no se piensa con profundidad está condenado a estancarse o a desaparecer. Para una persona comprometida con la práctica de la fotografía las imágenes creadas no deberían ser trofeos de caza: algo de hacer, mostrar y arrinconar. Son fragmentos de su vida y, como tales, cuentan una historia que no siempre resulta evidente en las series o los proyectos que se publican. Cuentan la historia de lo que nos interesó y aún nos mueve; de lo que antaño escogimos y lo que ahora desechamos; de lo que nos conmovió y ya no nos emociona. Es el relato de una existencia a través de instantes fugaces. Como una película hecha de fotogramas. Reflexionar sobre lo que captamos es hacerlo sobre lo que somos y sentimos. Es discurrir sobre la vida misma, aunque sea la nuestra y nos parezca poco heroica o llamativa.
Al meditar sobre nuestra práctica fotográfica no lo hacemos sobre las tonalidades, los desenfoques o las proporciones dentro del rectángulo. Esto es analizar una imagen. Cuando hablo aquí de reflexionar me refiero a profundizar en las motivaciones y los aspectos ocultos de cada proceso creativo. Qué nos llevó a retratar aquello, por qué eso y no lo de al lado, para qué esa imagen en ese instante concreto. Cierto que las fotos las hacemos en la mayor parte de las ocasiones fuera de casa, lejos del barrio y a veces fuera del continente. Pero las fotos salen del interior. Las cosas que hemos vivido son las que nos conducen a ciertos lugares a ciertas horas del día. Recapacitar sobre nuestra obra significa hacerlo sobre lo que hay dentro de quien mira a través del visor. Sobre las causas que lo empujan a retratar ciertas realidades de la manera en que lo hace. Varios siglos antes de que Platón imaginase una alegoría donde un grupo de prisioneros dentro de una caverna veían sombras que identificaban con la verdadera realidad del mundo, en un lugar muy alejado de la antigua Grecia, otro filósofo, un tal Lao-Tse, escribía en un libro que «por eso el sabio atiende a su interior y no a sus ojos». (*)
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Busto de Platón (fragmento) |
Este es quizá el aspecto más ingrato de la fotografía. Hay quien decide saltárselo, y no pasa nada. Es voluntario. Yo llevo muchos años pensando acerca de las cosas que fotografío, y reconozco que no es fácil ni a veces agradable. Pero en su defensa debo alegar que me ha ayudado mucho a entender mi trabajo. Fotografiar paisajes siempre fue algo placentero. Del tipo de placer que sientes mientras escuchas tu música preferida o comes tu plato favorito. Hablar de éxtasis puede sonar exagerado y, sin embargo, el tener ante mis ojos ciertas realidades me ha aportado en muchas ocasiones una felicidad increíble. Por eso quise profundizar un poco en mis motivaciones; para saber si esa felicidad iba a durar mucho y si estaba unida a tener que estar haciendo siempre las mismas fotos una y otra vez. Me ayudó, por supuesto, que siempre fui una persona introspectiva.
En realidad, nunca quise averiguar por qué me gustaban más los bosques de hoja caduca que los terrenos cultivados. Ni por qué prefería las cumbres nevadas a las colinas llenas de matorrales. Se trataba más bien de dilucidar qué proceso interior me conducía a unos espacios en detrimento de otros. También es verdad que para una persona introvertida era mucho más sencillo tratar con los árboles que con las personas. Este proceso me facilitó entender que las fotos que hacía eran una prolongación de mi manera de ser y abrió mis ojos al vínculo existente entre las cosas que fotografiaba y el momento vital que atravesaba en cada periodo. Me permitió comprender los cambios que se habían producido en mis imágenes y en especial los mecanismos que iban a dirigir mi futura obra. Si era capaz de averiguar de dónde venía, sería más fácil saber hacia dónde podía dirigirme.
Todo este proceso de reflexión siempre posee un paralelismo directo con las preguntas que nos hacemos. En las primeras etapas es inevitable preguntarnos por los lugares a visitar, las herramientas adecuadas o asuntos parecidos. Con el tiempo mis preguntas fueron modificándose y estoy seguro de que fue consecuencia de un cambio tanto en mi manera de encarar las cosas que me sucedían como en el modo de mirar a mi entorno. Llegó un momento en que lo imprescindible no era el qué ni el dónde, sino el porqué. Entonces quise saber qué había detrás de las decisiones que tomaba. Las conclusiones no vienen al caso; lo fundamental es que reflexionar nos ayuda a entender lo que hacemos al enfrentarnos a una realidad que deseamos retratar. No existe un método exclusivo para hacer esto. Cada persona tendrá que encontrar el suyo, así como decidir hasta dónde quiere llegar.
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© Fernando Puche |
Profundizar, además, lleva su tiempo y hay momentos en que lo prioritario es hacer fotos, cuántas más mejor. Es algo que nos tiene que apetecer; no es bueno forzarlo. A quien me pregunta al respecto siempre le respondo que es mejor esperar a que aparezca la inquietud, pues está muy relacionada con la manera de ser de cada uno. No puedes forzar a una persona a que reflexione sobre su fotografía si no existe el deseo de hacerlo. Tan solo logrará bloquearse y gastará ese tiempo en un callejón oscuro en lugar de estar fotografiando experiencias seductoras. Es cierto que los procesos de reflexión pueden guiarse, pero no tengo muy claro cuáles son los beneficios de guiar a una persona que no siente un profundo deseo de penetrar en el interior de sus rincones. La fotografía ha de ser una ocupación lo más inspiradora posible, que nos haga olvidar el paso de las horas o que alguna vez aguantemos el apetito por esperar a que aparezca la foto soñada. De la misma forma, reflexionar debería ser algo que nos llene de luz por dentro. Que alumbre los recovecos del alma y nos abra los ojos a mucho de lo que no vemos y, no obstante, corre bajo la piel día tras día.
Reflexionar sirve sobre todo para ensanchar los límites. La memoria es uno de ellos, la mirada también. Ni podemos recordar todo ni podemos ver la totalidad de lo que nos rodea. Los recuerdos son finitos, las visiones también. La percepción tiende a ir por atajos ya pisados y rutas conocidas; por eso meditar sobre nuestro trabajo puede ayudarnos a hacer más visibles esos senderos que conducen a las fotos que realizamos. No los borra; pese a ello, puede hacer que surjan nuevas vías. Pensar con atención en lo que hacemos marca muchas veces la diferencia entre hacer fotos y vivir la fotografía. Recordamos las influencias, comparamos lo que hacíamos, trazamos las sendas que recorríamos una y otra vez, hacemos visibles esos impulsos que nos llevan a los mismos lugares, a las mismas situaciones, a los mismos puntos de vista. Sabemos que la imaginación tiene sus fronteras, como casi todo, pero que las tenga no significa que no podamos imaginar más cosas de las que hemos imaginado hasta ahora. En absoluto. Por eso entendemos que dentro de ella caben más cosas de las que fuimos capaces de ver o captar. Es una encrucijada donde hay que elegir: seguir la misma carretera o probar nuevas rutas. Lo primero ya sabemos adónde conduce, es decir, a las fotos de siempre; lo segundo es incierto y temerario. Meditar sirve también para saber en qué punto estamos: machacando los senderos del pasado o intentando llegar a algún destino desconocido. Este acto de reconsiderar más detenidamente nuestra práctica fotográfica significa ser valientes y aceptar las decisiones que hemos tomado y las posibles consecuencias. Reflexionar, no me cabe ninguna duda, es sinónimo de progresar. Al menos para mí.
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© Fernando Puche |
A menudo las personas se ayudan de preguntas para repensar lo que hacen. Les facilita la labor. Profundizar en el proceso creativo que sigue un fotógrafo también puede hacerse a través de cuestiones. La más común suele ser «¿qué pasaría si…?» para avanzar de manera creativa en el proceso que vamos construyendo. Cada autor completa la pregunta según lo que desee alcanzar. Uno puede preguntarse qué pasaría si dejase de utilizar cierto utensilio, si volviese a usar algo del pasado, si visitase otros sitios o mirase de otra manera. Es un modo sencillo de salirse de los patrones que guían un buen número de las acciones que repetimos y ver qué ocurre.
Para entender lo que hacemos y las consecuencias de ello hay interrogantes más específicos que tratan de dilucidar el porqué de las obras realizadas. Interrogantes sobre esos autores favoritos que tanto admiramos, sobre las semejanzas entre nuestras fotos (y en qué se parecen a las de esos mismos creadores), sobre las cosas que buscamos, sobre cómo trasladarlas al rectángulo fotográfico o acerca de qué perseguimos al mostrar esas visiones. Son preguntas corrientes que no se responden siempre de manera sencilla. Esto es así porque apelan a lo que llevamos dentro; a lo que nos inquieta y nos embelesa. Preguntarse es escarbar en lo que somos, y puede que encontremos cosas que no nos gusten. De todas formas, hay que arriesgarse. Estarse quieto conduce nada más que a soluciones repetidas, típicas, gastadas. El investigador y ensayista Jorge Wagensberg lo expresó de manera insuperable con un aforismo: «Cambiar de respuesta es evolución, cambiar de pregunta es revolución» (**).
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Jorge Wagensberg (***) |
De alguna manera, somos revolucionarios. Transformar la realidad en imágenes ya es una revolución técnica, pero ahondar en las apariencias para obtener una visión particular, y a veces única, de las cosas es una revolución visual en toda regla para cualquier fotógrafo. Queremos captar una realidad que sea propia y transmita algo, y esto puede hacerse preguntándonos sobre los deseos más atávicos y las obsesiones más profundas. ¿Es o no una revolución? Y si no cambiamos el mundo (cosa harto difícil), al menos cambiaremos la forma de percibirlo. ¿Es o no una revolución? Yo digo que sí; además, lo repetiría hasta quedarme sin voz.
A veces esto de reflexionar parece el capítulo inoportuno y cansino de la fotografía. Hacer fotos, nunca me hartaré de repetirlo, ha de ser una actividad plena, gozosa, estimulante. Y recapacitar, sin embargo, parece todo lo contrario: oscura, aburrida, incierta. Solo nos puede cambiar esta percepción el hecho de saber que sin reflexión no hay manera de evolucionar como fotógrafos e interiorizar que vivir la fotografía es una ocupación que abarca muchos más aspectos que el hecho físico de crear imágenes. Una vez que aceptamos que meditar sobre lo que hacemos significa avanzar hacia un conocimiento más profundo de lo que somos, entonces es más sencillo integrar una tarea especulativa, del grado que sea, dentro de la propia realización de imágenes. Porque reflexionar no significa dejar de fotografiar, de sentir, de decidir o de mirar. Es seguir haciendo todo eso, pero de una forma más consciente y menos superficial.
Significa convertirnos un poco en filósofos. Sin volvernos locos con cuestiones extrañas de improbable solución o palabras confusas. Sin buscarle tres pies al gato ni pretender el Santo Grial de la fotografía. Significa mirar detrás de las apariencias. Significa sentir lo que vemos de una manera en que podamos relacionar esos sentimientos con lo que estamos viviendo. Tomando conciencia de que esas emociones forman parte de lo que somos. Significa expresarnos libremente intentando entender de dónde procede eso que deseamos expresar. Sin agobios, sin traumas, sin rencores. Sacar lo que creamos oportuno y mantener lo que todavía necesita permanecer guardado. Significa captar algo, lo que sea, y aceptarlo no como una simple medalla, sino como algo que encaja con lo que cargamos interiormente.
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© Fernando Puche |
La fotografía, al fin y al cabo, crea un lenguaje a través de símbolos visuales que poseen un significado subjetivo, fugaz e íntimo. Así pues, con todo ello uno puede hacer «filosofía» por el simple hecho de pensar acerca de lo que aparece en sus imágenes, cómo se muestra y qué significado le otorga a cada una de sus obras. Simplemente con esto ya estaríamos reflexionando. Y este pequeño gesto, esta pequeña acción, nos permitiría vivir una práctica fotográfica más conectada a nuestro yo interno.
Reflexionar sin renunciar a nada. Sin renunciar a hacer fotos, a mirar, a sentir, a expresar y a decidir. Profundizar y seguir riendo, cocinando, yendo a comprar, poniendo lavadoras, haciendo el amor, soñando. Puede que no seamos más sabios; ¿acaso importa? Puede que no hagamos mejores fotos, ni ganemos concursos, ni seamos famosos. Vuelvo a preguntar: ¿acaso importa? Todos buscamos certezas. Es verdad que te dan cobijo, pero también que inmovilizan tu pensamiento. Suele decirse que la duda es un signo de sabiduría, y tanto tú como yo, estoy seguro, queremos ser fotógrafos inteligentes. Por eso te animo a ir más allá de lo que ves, sientes y piensas. No tengas miedo de dudar y de no tener respuestas para todo. Nadie las tiene. La creación siempre ha sido sinónimo de incertidumbre. Y la duda no significa flaqueza, sino determinación por encontrar otras salidas.
La recompensa a todo este trabajo meditativo, arduo y a veces interminable es aprender a conectar nuestro universo interior con el mundo exterior que nos rodea a través de un proceso creativo que plasma en imágenes lo que somos a cada instante. Puede que no parezca algo estratosférico; yo, sin embargo, pienso que no tiene precio.
Solo me resta una cosa por decir: no creas lo que relato en este capítulo. Prueba, siente, medita y decide. Esto que cuento es nada más que un sendero posible, y todos necesitamos encontrar el nuestro.
(**) Wagensberg, Jorge. Más árboles que ramas, Tusquets, Barcelona, 2012.
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