Fotografiar significa, antes que nada, mirar; así que un fotógrafo es, por encima de todo, alguien a quien le gusta mirar.
Mirar nunca es un acto pasivo. Puede que pensemos que es imposible ir por el mundo sin observar gran parte de lo que nos rodea, lo cual hasta cierto punto es verdad, pero no posamos la mirada de igual manera en cada objeto o situación. Unas nos atraen más, otras muy poco, algunas nada de nada. Y esto influye mucho en cómo almacenamos en la memoria cada una de las realidades que alcanzan nuestras retinas. Aquí existe una cierta ley de proporcionalidad: las cosas que miramos por encima, sin aliciente alguno, apenas se recuerdan, mientras que donde fijamos la mirada de manera insistente tiende a recordarse mejor. A veces esa insistencia al mirar, ese interés, tiene relación con lo que pensamos de ello. El cerebro y los ojos tienen un vínculo directo que va más allá de la red de fibras nerviosas que los unen. De hecho, nuestras percepciones están marcadas por las expectativas que tenemos. La investigadora Laura González-Flores nos dice que la mirada, la tuya y la mía, está ya preñada de antemano de ideas.
Cuando un fotógrafo ve algo aparece la posibilidad de crear un recuerdo. Si se repite mucho esa imagen, el recuerdo se afianza, y si la experiencia es positiva entonces tenderá a buscar ese mismo estímulo en otras ocasiones. La memoria de un fotógrafo, como la de cualquier persona, está llena de recuerdos visuales; su pensamiento recurrente es acordarse de todos los que le estimulan y ha catalogado como hermosos, fascinantes, sugestivos o pintorescos. Hay muchos más adjetivos para calificar cualquier experiencia, imagen o estímulo, pero lo que importa es que los pensamientos que tenemos sobre las distintas realidades generan respuestas concretas y, por tanto, nos alejan o acercan a ciertas experiencias. El mundo lo vamos descubriendo a través de los sentidos y el de la vista es uno de los más determinantes, no solo para quienes hacen fotos. De todas esas memorias visuales habrá algunas que serán más decisivas que otras. Son visiones que nos impactaron, que nos dejaron extasiados o boquiabiertos. Que nos convencieron de que en el mundo había cosas que merecía la pena recordar y, a ser posible, fotografiar.
© Fernando Puche |
Mirar, por tanto, es contrastar lo que vemos con lo visto tiempo atrás. Lo mismo sucede con el oído, el tacto o el olfato. Por eso para una persona que se dedica a hacer fotos el acto de mirar suele llevar aparejado una comparación con las cosas vistas en el pasado. O al menos con aquellas que recuerda. Si algo nos gustó mucho, nos encandiló o, como suele decirse, nos deleitó la vista, lo guardamos en un lugar especial del cerebro. Digamos que en primera línea. Si volvemos a ver lo mismo o algo parecido, la sensación que vivimos la primera vez se revive. Seguro que no de esa manera exacta, pero se siente una emoción similar. Eso que llamamos realidad tiene mucho que ver con lo que proyectamos sobre ella. Fotografiar también es pensar en lo que hay delante de tus ojos en función de lo que te sugiere.
Puesto que todo fotógrafo es antes que nada un observador, su obra dependerá mucho de lo que haya visto. Jamás afirmaría que las personas que más experiencias han tenido van a ser mejores fotografiando (esto no es así), pero sí digo que en función de lo que haya pasado por sus retinas, así será la obra que realicen en cuanto a forma, profundidad y significado. La ciencia ya ha demostrado que al mirar acumulamos recuerdos y éstos, al ampliar y modificar la memoria visual, condicionan las cosas que atraerán nuestra mirada en el futuro. Al margen de cuestiones neurológicas, es un asunto muy sugerente porque viene a confirmar, como fotógrafos, la trascendencia que poseen las fotos de otros autores que acumulamos en nuestro cerebro. Incluso las de aquellos que apenas recordamos, pues son demasiadas las imágenes que pasan por delante de los ojos. Todas ellas van modelando la manera en que miramos. En este sentido, una vez escribí que, con toda esta carga visual almacenada en la mente, la relación del fotógrafo con la realidad termina siendo tremendamente simbólica en la medida en que basa gran parte de su trabajo con ella en las imágenes de otros. Una imagen fotográfica, por tanto, es consecuencia de muchas visiones y, por eso mismo, no es sino un icono que hace referencia a otra cosa (objeto, experiencia, idea) cuyo sentido viene dado en gran medida por su vínculo con otras imágenes.
Hasta cierto punto es inevitable que veamos la obra de otras personas que hacen fotos, en especial si retratan cosas con las que conectamos. Cuanto más nos gusta una imagen, con más fuerza se nos graba en el cerebro, y cuanto más fuerza posee un recuerdo, más lo tenemos presente cada vez que salimos a fotografiar. Yo siempre sonrío cuando alguien afirma salir a fotografiar sin expectativas, con la mente en blanco, sin referencias. Que sale a buscar lo que la realidad tenga preparada. Sonrío y me callo, pues asumo que a veces desconocemos el funcionamiento de la mente. Soy de los que piensan que un fotógrafo es como un músico de jazz. Una persona que sale a fotografiar apenas sabe con exactitud con qué va a toparse y, no obstante, lleva en su cabeza sus trabajos previos, sus preferencias, así como una idea aproximada de lo que desea y le gustaría encontrar. Un músico de jazz, mientras improvisa, no sabe con certeza qué notas va a tocar, pero lleva años recorriendo escalas, practicando arpegios y empapándose de estructuras musicales. Improvisar es tocar una sucesión de notas que no está escrita en la partitura pero, sin embargo, comparte muchas cosas con todo lo que se ha aprendido. Improvisar es ordenar de una manera «nueva» lo que ya se sabe y resulta familiar. Fotografiar es ordenar lo que se encuentra de una manera que tenga sentido. Un sentido que le debe mucho a esos autores que nos fascinan, puesto que no podemos entender la forma en que miramos fuera de nuestra propia historia.
Retrato de un joven Ansel Adams. Atribución |
Al comienzo siempre influye la obra de quienes más admiramos. No digo que a lo largo de nuestra carrera perdamos esa admiración (puede durar varios lustros, claro que sí), pero es durante los primeros años cuando se notan más las influencias. Es normal; necesitamos una base sobre la que apoyarnos (visual, estilística, conceptual) y, como el resto de creadores, echamos mano de los referentes más cercanos. Todos lo hemos hecho y quien diga lo contrario miente como un bellaco. Sería tonto avergonzarse por ello. Los paisajistas norteamericanos, a quienes tanto admiré durante las etapas tempranas de mi carrera, también son culpables de la obra que realizo en la actualidad. Ellos marcaron una dirección que yo seguí encantado. Luego cambian las circunstancias, los deseos y las influencias, y se transforma la obra, los procesos y las esperanzas. Todo dentro de la más absoluta normalidad.
Por eso, aunque seamos incapaces de explicarlo, pasamos un tiempo mirando a través de los ojos de los demás. Percibimos las cosas, claro que sí, pero también las vemos como creemos que las verían algunos de los referentes que tenemos. Su obra sigue en nuestra cabeza terca como una mula. Si alguien toca el piano o algún otro instrumento sabe con detalle a lo que me refiero. A veces, además de mirar con sus ojos, incluso imitamos su obra, utilizamos un equipo similar, examinamos los lugares que visitaron. No pasa nada. Hay quien piensa que poco a poco el vínculo se debilita y sentiremos atracción por otros autores hasta que llegue ese momento en el cual seremos capaces de mirar con nuestros ojos y, acaso por ello, de expresar lo que hay en las capas más profundas. A veces tampoco sucede con exactitud así, pero todos comenzamos imitando. Es lógico.
Mirar no es lo mismo que ver, aunque ahora no es el momento de profundizar en ello. Lo que nos interesa es que al fijar la atención sobre algo, en cierta manera estamos descargando el pensamiento sobre ese objeto o acción y comparándolo con lo almacenado en nuestra cabeza. Además, los pensamientos no aparecen por casualidad, sino que, tanto si al final ven la luz como si quedan ocultos, todos ellos están conectados con la vida que llevamos. Habitualmente, no miras el mundo de la misma manera si vives en una urbanización de lujo que si lo haces en una chabola. Lo mismo sucede si eres ciudadano de un país o de otro, si eres hombre o mujer, si eres niño o adulto, si tu familia es de una manera u otra. El contexto marca la vida y la vida influye en los pensamientos. Y estos, a su vez, determinan la forma que tenemos de mirar las cosas.
En general, tiendo a buscar las cosas que disfruto mirando. En concreto, los bosques en otoño, esas luces que dejan tras de sí las tormentas, los reflejos en el agua de ríos y lagos de montaña, la corteza de los árboles, el musgo sobre las piedras, la escarcha que cubre la vegetación en invierno… La lista sería infinita. Es fácil adivinar que me encanta la Naturaleza. Me siento de una manera especial si soy testigo de algo que me emociona (como te pasará a ti también), y en mi caso muchas de esas cosas tienen que ver con el mundo natural. Con sus colores, sus luces, sus texturas, su grandiosidad, su atmósfera. Esto implica que mientras estoy delante de ese tipo de realidades (sea un hayedo en otoño o el colorido del atardecer sobre un ibón alpino), las observo de una manera especial. Cuando esto pasa, mi mirada se posa en los árboles o en las luces como tratando de desentrañar un misterio. Queriendo profundizar en ello, intentando saborear el mayor tiempo posible esa visión que me conmueve y a veces me deja hipnotizado.
© Fernando Puche |
Pero igual que me ocurre esto con muchas manifestaciones del mundo natural, me sucede lo contrario en otros contextos. Sucede que no miro igual las cosas en un lugar que en otro. Mirar, decíamos, no es un acto pasivo. Y es bueno recordarlo. Los ojos se mueven, recorren un abanico enorme de realidades, y aún así, no se fijan del mismo modo en cada una de ellas. Cada persona mira y ve de una manera concreta. Su manera. Y fija su foco de atención en objetos o situaciones que a otra persona apenas le llamarían la atención o ni siquiera las percibiría. Al fotografiar hacemos eso mismo: nos fijamos en ciertas cosas y obviamos otras. En definitiva, obtenemos de la realidad –mayormente inabarcable e infinita– ese pequeño pedazo que parece relevante.
Para extraer ese diminuto retal de todo lo que acontece alrededor, quien quiere vivir la fotografía ha de mirar de otra manera. A mí me pasa; no miro igual a ciertas cosas que otras personas que no se dedican a hacer fotos. Para ellas, en muchas ocasiones les basta con ser testigos de algo; el fotógrafo necesita registrarlo, grabarlo, atrapar ese fenómeno en un soporte que le permita mostrarlo. Tampoco es que sea capaz de encontrar en lo ordinario lo extraordinario, tal y como hemos escuchado miles de veces; se trata de que necesita expresar lo que siente y comunicárselo a los demás a través de una imagen.
¿De dónde surge esa necesidad? No lo sé muy bien. Muchas personas, cada vez más, miran y fotografían. Ven algo relevante o que les parece increíble; sacan el móvil y lo capturan. Ya está disponible para la posteridad. Han hecho una fotografía de algo que les parecía relevante y podrán enseñarla hasta el final de sus días. Seguro que comparten eso de lo que fueron testigos y dicen: «mira lo que vi el otro día». Un fotógrafo hace lo mismo. Mira, siente y captura. Lo que ven puede ser idéntico, al igual que el dispositivo utilizado para atrapar esa visión. El sentimiento es difícil que sea similar. Aquí radica la diferencia.
El fotógrafo mira para ver, pero sobre todo mira para descubrir. Descubrir qué hay dentro de su campo de visión que pueda dar lugar a una imagen trascendente. Qué hay detrás de lo que, a simple vista, podemos percibir todos. Al mirar con detenimiento un grupo de abedules en los que las hojas ya se han vuelto amarillas y la luz las hace resplandecer de manera que parecen velas en medio del bosque, además de deleitarme con lo que ven mis ojos, necesito captar esa visión y transformarla en una fotografía que pueda expresar lo que siento. Los fotógrafos observan, como todas las demás personas, escrutando de un modo u otro lo que tienen delante, pero además lo hacen deseando encontrar ese momento, esa composición o ese hecho que le provoca la imperiosa necesidad de capturarlo. Detrás de su mirada siempre late un deseo y creo que la mejor palabra que define la inclinación del fotógrafo es la de «necesidad». Necesidad de atrapar una conmoción, un sentimiento, a veces una inquietud. Atrapar algo que ha secuestrado su mirada y en cierto sentido también su cabeza. Hace muchos años Roland Barthes denominó punctum a algo parecido, pero creo que es más sencillo entender la mirada de la persona que necesita hacer fotos descendiendo a lo más profundo de sus entrañas, es decir, a la necesidad de preservar una emoción a través de la imagen.
Mirar y ver. Sin estas dos acciones hacer fotos parece imposible. Miramos lo que hacen otros y vemos lo que nos rodea. Luego hacemos la foto, pero antes hay que fijar la atención en algo. Antes hay que descubrir qué hay delante, qué aspecto tiene, cómo cambia, qué nos transmite, cuánto dura su influjo y cómo interacciona con las imágenes del cerebro. Siempre recuerdo una frase que escribió el paisajista John Fielder en uno de sus libros y que reza así: «La fotografía es 90% ver y 10% fotografiar.» En mis cursos bromeo diciendo que Fielder se quedó corto en lo del 90%.  González-Flores, Laura. La fotografía ha muerto, ¡viva la fotografía!, Editorial Herder, Ciudad de México, 2018.
 Puche, Fernando. De qué hablo cuando hablo de fotografiar, Madrid, autoeditado, 2019, pág. 60.
 Barthes, Roland. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Paidós, Barcelona, 1980.
 Fielder, John. Photographing the landscape: the art of seeing, Westcliffe Publishers, 1997.
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