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La Fotografía antes de la IA: «Decidir» (V)

Después de mirar con fijación una cosa, sentirte atraído por ella y darte cuenta de que puedes expresar algo íntimo a través de ese objeto o realidad, entonces decides inmortalizarlo con una fotografía. O no. Hay millones de personas en el mundo que se deleitan ante ciertos fenómenos; incluso los miran con detenimiento en más de una ocasión y, a diferencia de ti o de mí, no tienen la necesidad de convertirlos en una imagen perdurable. Les basta su memoria, que se irá difuminando y transformando con el paso de los años. Da igual; la visión, el recuerdo, es suficiente. Para nosotros no suele ser así. Algunas de las experiencias más relevantes que experimentamos han de quedar plasmadas en el rectángulo fotográfico. Es una decisión relevante, y compleja, porque no es necesaria, en términos de supervivencia, para el día a día. No obstante, el fotógrafo, como el músico o la bailarina, necesita expresarse a través de un «objeto artístico». En este caso concreto, a través de un artefacto visual. 

Digo que es una decisión relevante y compleja porque a menudo ponemos una cantidad enorme de energía en una labor, la fotografía, que la humanidad no necesita para sobrevivir. Sin embargo, si nos la quitasen nos sentiríamos mutilados, incompletos. Menos vivos, eso seguro. A mediados del siglo XX el psicólogo Abraham Maslow desarrolló una teoría sobre las necesidades humanas que plasmó en lo que se llamó La pirámide de Maslow. Y que era, como su nombre indica, una pirámide donde se mostraba de manera gráfica la jerarquía de las necesidades humanas, según este psicólogo norteamericano. La teoría viene a decir que existen una serie de necesidades primarias más básicas (en la zona más ancha y baja de la pirámide), y que conforme se satisfacen estas necesidades los individuos desarrollan deseos que tienen que ver con aspectos psicológicos o sociales. Las necesidades más básicas vienen de fábrica al nacer, y serían las relacionadas con la fisiología y la supervivencia: respirar, alimentarse, descansar, evitar el dolor, la práctica del sexo, así como la necesidad de sentirse seguro y a salvo. A partir de aquí comienzan una serie de necesidades relacionadas con el afecto y la autoestima (sentirse respetado, tener confianza, disfrutar de la familia o las amistades), para terminar en lo alto de la pirámide con las necesidades de autorrealización.
Abraham Maslow Creative Commons

Aunque desde la época en la que Maslow elaboró su teoría ha llovido bastante y se ha discutido mucho sobre su famosa pirámide y la jerarquía que establece, lo que resulta más significativo es que, una vez satisfechos los deseos más básicos (comida, salud, refugio, cariño, sexo), el ser humano ocupa bastante de su tiempo peleando por una serie de intereses sociales que tienen que ver con la aceptación, la confianza y el reconocimiento. Incluso si no estamos de acuerdo con esa tesis y con la estratificación de necesidades que establece la pirámide de Maslow, creo que es interesante tener en cuenta por qué nos empeñamos en hacer fotos de cosas que podríamos disfrutar con el simple acto de mirarlas. Plantearnos estas cuestiones quizá no haga que logremos mejores fotos, pero soy de los que piensan que expanden el proceso creativo, en la medida en que vislumbramos las causas de algo en lo que vamos a invertir mucho tiempo. 

Soy un poco descreído en relación a eso de que fotografiamos para atrapar la majestuosidad del mundo, para no olvidar o para capturar los momentos en que suceden cosas increíbles. En verdad, fotografiamos por alguna o por todas estas razones, pero debajo de esto ha de haber algo más. Y este algo más tiene que ver con el hecho de que, en general, dedicamos una buena porción de nuestra vida a mostrar la obra realizada a los demás (yo también, claro). ¿Significa esto que todos los fotógrafos buscamos la fama? Bueno; significa, creo yo, que las creamos por algo más que el hecho mismo de hacerlas y, por tanto, buscamos alguna cosa que está más allá de la propia realización de la imagen. Y ese algo más me fascina porque en ello, estoy seguro, está el germen de la fotografía. Piénsalo.      

Así pues, ya resuelto dónde vamos a fotografiar, entonces hay que decidir qué detalle de lo que vemos merece la pena. Porque la realidad es inabarcable. Incluso estando muy atento y teniendo todos los sentidos alerta, es imposible atrapar todo lo que sucede alrededor. Por un lado, tenemos las restricciones de la fisiología humana. Olfato, vista y oído están diseñados para captar un espectro visible muy acotado, una porción determinada de aromas y unas frecuencias sonoras más bien discretas. Esto es así y tenemos que lidiar con ello. De todas formas, estos límites no impiden que podamos desarrollarnos como fotógrafos. Por otro lado, están las limitaciones del propio cerebro como órgano perceptivo. Desde pequeños tenemos determinadas tendencias a fijarnos más en unas cosas que en otras, lo cual se va modificando a medida que crecemos. Escoger algo de lo que nos ofrece el entorno significa elegir lo que más nos interesa. Y no siempre nos interesa lo mismo. Fotografiar es decidir qué es lo más valioso para nuestros deseos. En este sentido, no todo nos sirve, y de lo que sirve no todo es fotografiable. Cada persona tiene sus gustos y prefiere unas cosas sobre otras. Hacer fotos es poner el foco de atención en eso que nos interesa mientras desdeñamos el resto. Decidir es siempre desechar algo. 

© Fernando Puche

Las razones por las que nos fijamos en unas cosas y no en otras son casi siempre íntimas y operan de manera inconsciente en la mayoría de las ocasiones. Decidir qué fotografiar suele hacerse también de forma instintiva. Miramos, centramos el foco de atención y decidimos lo que más nos gusta, nos importa o nos emociona. La fotografía, a través de los ojos, funciona de la misma forma que los aromas con el olfato o la música con el oído: buscamos aquello que nos agrada y nos produce sensaciones positivas. El fotógrafo es alguien que escoge del entorno lo que le interesa por razones casi siempre subjetivas y, por esto mismo, personales e intransferibles. Fotografiar es perseguir lo que uno lleva dentro porque la percepción está impregnada de recuerdos. Digamos que no hay una realidad infinita para poder transformar el mundo en imágenes. Hay más bien una realidad individual en cada persona que le empuja a mirar ciertas cosas y a obviar otras. El fotógrafo, además de fijarse en lo que más le atrae, ha de decidir hasta qué punto acotarlo y cómo fotografiarlo. 

En este sentido, hacemos fotos para nosotros. No voy a hablar de los encargos porque me interesa mucho más hablar de lo que experimentamos todos, profesionales o amateurs, hombres o mujeres, adolescentes o adultos, experimentados o novatos. Decidir en muchas ocasiones de modo inconsciente sobre las cosas en que fijamos la mirada significa que tienen relación con lo que llevamos dentro. Hacer fotos es proyectarse en lo que vemos (y olemos, sentimos o escuchamos). Por eso lo que captamos ha de tener algún vínculo con lo que almacena nuestra memoria. Teniendo en cuenta que en la memoria se almacenan recuerdos no solo visuales, sino también olores, melodías, sabores y sensaciones, entre otros muchos. Decidir captar algo es obedecer un impulso interior que nos empuja a fijarnos en algo concreto que es significativo. Una foto es un trozo de nuestra vida.

© Fernando Puche

Yo siempre he fotografiado paisajes. Las razones son variopintas y no estoy seguro de haberlas averiguado todas. El caso es que desde la adolescencia me llamaron la atención los espacios naturales. Visualmente, me parecían insuperables, y siempre que salía al campo las sensaciones eran magníficas. Cierto que a veces hacía mucho frío o que llegaba exhausto, pero se compensaba con las vistas esplendorosas que la Naturaleza me ofrecía. Los primeros años fotografié manifestaciones, monumentos, escaparates, situaciones callejeras y algunos retratos. Pero la cabra tira al monte, que suele decirse, y con los años me especialicé en lo que más me gustaba: fotografiar paisajes. Estar en el campo era una doble bendición, pues me sentía bien y lo que veía me gustaba. Por eso digo que, en principio, hacemos fotos para nosotros, ya que tendemos a buscar lo que nos agrada y en eso la fotografía no se diferencia en nada al resto de las bellas artes. De hecho, el estímulo que mejor funciona a la hora de decidir las fotos que vamos a hacer (o los proyectos que queremos abordar) es la motivación intrínseca, esa que surge del interior de cada uno, que nos empuja a hacer las cosas por el simple hecho de hacerlas, el deleite que nos proporciona o la satisfacción que obtenemos.  

No sería lógico fijar nuestra atención en realidades que nos desagradan por el simple hecho de que a otras personas les gusten. Nadie fotografía para sentirse mal, al contrario. Es indiferente si son retratos, escenas callejeras, conflictos bélicos o vistas de montaña. Uno ha de sentirse bien fotografiando. No digo que tenga que ser cómodo o tan placentero como zamparte tu helado favorito. Digo que tenemos que elegir fotografiar lo que de verdad nos interesa, bien porque satisface nuestros gustos, bien porque nos sentimos útiles, bien porque las sensaciones nos llenan, bien porque nos sentimos valorados. Las razones, ya digo, son personales e intransferibles, y aun así han de conducirnos a que fotografiemos aquello que nos identifica, aquello que nos emocione, aquello que nos eleve del suelo. 

Ansel Adams y Diane Arbus fotografiaban realidades muy distintas. Al primero le fascinaban los espacios naturales, mientras que la segunda era una persona urbana. Adams recorrió durante años el valle de Yosemite y otros parques nacionales; Arbus se pateó incansable las calles de Nueva York. Adams perseguía paisajes sublimes; Arbus buscaba personas un tanto especiales. Ambos, a su manera, desarrollaron su trabajo donde se sentían más cómodos, captaron lo que les llamaba la atención y se fijaron en realidades que tenían que ver con su forma de mirar y su manera de vivir. En especial, con su modo de sentir, sus ilusiones y su modo de afrontar los problemas. Y en todo ello tuvo que ver su lugar de nacimiento, su familia y otras muchas circunstancias. No puedo resistirme a repetir aquí algo que ya he dejado escrito en otras ocasiones: Brooks Jensen afirma que la fotografía no tiene que ver con la luz, sino con la vida (la de cada uno, por supuesto). A mis alumnos les digo que deberíamos tatuarnos esto para no olvidarlo jamás.

Diane Arbus en 1949 (© US under fair use)

Así que tenemos que un fotógrafo ha de decidir qué captar de una realidad imposible de abarcar. Que lo que percibe de ella es un trozo muy pequeño, insignificante, y tiene que ver con sus gustos, sus inclinaciones, sus intereses particulares. El mundo físico es uno solo; las percepciones de él son infinitas. Por eso cada persona fotografía un mundo distinto, el que ve, el que siente, el que puede experimentar. Al concluir la escena a fotografiar estamos decidiendo –en parte de manera inconsciente– qué nos atrae de lo que llega a las retinas. Así de simple y así de complejo. No tenemos que preocuparnos por lo que nos llama la atención (es un impulso básico), pero es bueno saber que lo que decidimos captar tiene relación directa con lo vivido. Ansel Adams y Diane Arbus –dos personas que vivieron en el mismo siglo y el mismo país, que utilizaron el blanco y negro y el mismo proceso para revelar sus negativos– son apenas uno de los muchos ejemplos posibles. Todos, a nuestro nivel, somos también prueba de ello.

En fotografía, el punto de vista también es decisivo. Quien mira a través del visor es siempre el fotógrafo y su mirada condicionará lo que decida captar. Igual que hay mil maneras de contar una historia, hay otras mil de mirar y retratar una realidad cualquiera. Por eso lo más trascendental no es lo que ves, sino cómo lo ves y, por tanto, cómo decides retratarlo. Fotografiar es decidir, y lo hacemos desde un punto de vista que siempre es personal, íntimo, subjetivo. Incluso queriendo transmitir con imágenes el punto de vista de una niña siria en medio de una guerra que asola su país, será decisión tuya elegir lo que crees que es significativo para ella. Y ese resultado tiene que ver con tu propia vida. 

Decidimos a cada momento y con todos los asuntos posibles. Elegimos una camisa y desechamos cinco. Escogemos un menú y descartamos dos. Preferimos un lugar y excluimos cientos. Queremos lo que más nos gusta, conviene o emociona. Lo demás, si es posible, fuera. En literatura se comenta que todo lo que no es imprescindible hay que quitarlo. Lo mismo sirve para la fotografía. Decidir hacer una foto de algo y decidir cómo retratarlo para que no sobre nada. Que todo lo que aparezca sea necesario, que todo sume, que lo que se vea en la imagen ayude a darle sentido, coherencia. Aunque sea solamente un significado particular nuestro. No tiene nada que ver fotografiar a una persona de frente o de perfil. No digamos ya de espaldas. ¿Puede sobrar en un retrato la cara del retratado? Puede. ¿Puede faltar en un paisaje el cielo? ¿Y la tierra? Puede. ¿Y ambos? Seguro que también. ¿Es imprescindible fotografiar una ciudad y que aparezcan los principales monumentos? Por supuesto que no. Mirar y sentir; ver y acotar. Es importante saber lo que nos interesa de cierta realidad. Porque se supone que queremos plasmar algo que nos ha conmovido. Y solo eso merece una foto. Una foto nuestra. Otras personas elegirán algo distinto. Para reconocernos en la obra creada debemos ser capaces de retratar lo que de verdad nos interesa del mundo, de la sociedad, del barrio. Son nuestras fotos, pero significan algo más: son nuestra vida. 

No aguardes a llegar a casa para determinar lo que merece fotografiarse. Lo tienes delante; ¿por qué esperar? Obsérvalo bien, acércate, busca otros puntos de vista, recorta, amplía, suma, elimina. Esto caracteriza a muchos buenos fotógrafos: saben lo que les interesa. El británico Michael Kenna conoce la trascendencia de estudiar el objeto mientras estás frente a él. Vuela hasta Japón y de aquí a la isla de Hokkaido. Busca un árbol que ya ha retratado tiempo atrás. Llega antes del amanecer; todavía es de noche, pero él coge su equipo y lo deja en el suelo, cerca del motivo a fotografiar. En cuanto comienza a clarear se acerca y lo estudia. Sabe lo que persigue pues ha elegido un día como ese, nublado, gris, sin viento. Tiene mucho cuidado de no pisar la nieve que circunda al árbol. Lo rodea, se agacha, se arrodilla, se tumba. Hace frío, pero le da lo mismo; está delante de lo que buscaba y es un momento inigualable. Cuando tiene claro desde dónde fotografiar, entonces saca el equipo de su mochila. Vuelve a mirar, vuelve a arrodillarse y hace dos fotos. Se tumba y hace otras dos. Camina de rodillas un par de pasos a izquierda y a derecha. Vuelve a realizar algunas fotos más. Estudia las nubes del fondo, casi ni se mueven. Es el día perfecto y él está allí para ser testigo de ello. Termina el carrete; ya no necesita más. Los doce disparos pueden contarse; no falta nada, no sobra nada. Deja el equipo y se acerca al árbol. Ya puede pisar la nieve; ha terminado. Le pone la mano encima en señal de agradecimiento. Ha sido una mañana fructífera, como una clase de meditación que te deja el espíritu limpio y lleno de optimismo. Solo lo justo, una actitud tranquila, una armonía impresionante entre autor y objeto, una lección de saber mirar y sobre todo de resolver un desafío fotográfico cualquiera. El vídeo está en Youtube (y además subtitulado en castellano). No os lo perdáis, por favor; es un ejemplo soberbio de cómo decidir qué quieres de algo que tienes ante tus ojos. Fotografía en estado puro.

Michael Kenna © Matteo Colla

Kenna sabe lo que busca. No le importa si ya lo ha fotografiado antes. Intenta probar nuevos puntos de vista aunque sea el mismo árbol. Le gusta su forma y lo que hay detrás. Le encanta la atmósfera invernal de la isla. Le apasiona lo que retrata, y no lo disimula porque disfruta con ello. Este árbol de Hokkaido resume toda su producción fotográfica: blanco y negro, exposiciones largas, pocas fotos, motivos sencillos, identificables, con contraste. Parece que lleve haciendo la misma foto todo el rato. Como tantos y tantos fotógrafos que no hacen sino perseguir lo que llevan dentro. Yo lo hago también. Tú mismo, seguro, harás algo parecido. No te avergüences por ello. Todos nos desnudamos un poco cada vez que apretamos el botón.

Exacto: fotografiar es, de alguna manera, desnudarse. Cuando decidimos captar algo estamos, inconscientemente, hablando de nosotros. De lo que nos atrae y de las manías que atesoramos. Si alguien mirase las fotos que he realizado en los últimos treinta años averiguaría al instante lo que me gusta y lo que no. En cada imagen le estamos diciendo al espectador: «esto es lo que me interesa del mundo». Porque decidir significa también desechar. Introducir algo dentro del rectángulo fotográfico (en un momento dado y de una forma concreta) significa al mismo tiempo sacar fuera el resto (los demás instantes y las demás maneras). Es inevitable; crear es proyectarse en lo creado. Con todo, podemos decidir qué aspecto de lo que somos queremos que se plasme en la imagen. Sería como desnudarnos un poco. Elegir si nos quitamos toda la ropa o dejar al descubierto solamente la zona superior. Es el precio a pagar por mostrar lo que hacemos. Mostrar obra propia siempre tiene algo de exhibicionismo. Y exhibirse es una manera de acercarse a los demás. No lo olvidéis: antes que fotógrafos somos personas.

Un artículo de Fernando Puche

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Fernando Puche lleva cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.

Web de Fernando Puche

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