Siempre nos hemos contado historias. Para los demás, pero también para nosotros. La vida misma, durante muchos años, fue una historia en la que nos integrábamos todos. Nacer, crecer y morir; estudiar, trabajar y jubilarse; casarse, tener descendencia, cuidar de ella y envejecer. La narrativa de la existencia estaba definida, transcurría cronológicamente y tenía un sentido. El río que nos arrastraba de modo irremediable porque el relato de la vida le aportaba significado a cada cosa que hacíamos.
La fotografía también está llena de historias. Se narran con el fin de explicarla y que sea comprensible; para entenderla y que podamos acceder a ella; con la esperanza de darle un valor y que sirva para algo. Cuando se inventó la fotografía el relato, más o menos era este: «Ahora podemos capturar la realidad de manera tan fiel que el resultado apenas se diferencia de ella.» Lógicamente, la pintura o la escultura recelaron del nuevo invento. Ambas llevaban siglos reproduciendo el mundo visible (y el invisible). El mérito, por tanto, era de la cámara, no de quien la manejaba.
Costó tiempo y energía convencer a la gente de que en el fondo hacer fotos era algo más que capturar lo que veían nuestros ojos. La narración tuvo que cambiar y, grosso modo, decía esto: «Una foto no es la realidad y lo que capta es la apariencia fugaz, subjetiva e incompleta de lo que aparece ante la cámara. Las limitaciones del aparato y de quien mira nunca podrán atrapar la totalidad de lo que acontece en cualquier momento o lugar.» Así es como pudo entrar en el selecto grupo de las Bellas Artes y lograr cierto respeto.
Pero a medida que el mundo siguió cambiando, la fotografía tuvo que modificar ese relato con el que se integraba en el devenir del ser humano y en el propio entramado social. La subjetividad estaba bien, pero todas las manifestaciones artísticas eran subjetivas, así que cuando las emociones y el sentido de la vista dejaron de ser los protagonistas de la película, la historia que empezó a contarse se parecía más a esta: «Puesto que las emociones son demasiado personales y no deberían definir el valor de una fotografía, necesitamos que la imagen cuente algo que no dependa de la belleza ni de los sentimientos de cada cual. La imagen ha de hacer referencia a la razón, que supuestamente es más objetiva que las sensaciones.»
La razón alude a una palabra, a un concepto o a una idea que están en la mente de muchos de nosotros. Es algo definido que parece tener cierta lógica y flota en el ambiente. De paso, deja atrás el corazón, la sensibilidad, lo sublime, las sensaciones, la fugacidad de lo sensorial y la temporalidad de cualquier sentimiento. La fotografía digital (con permiso de los surrealistas, entre otros) aprovechó este punto de partida para decirnos en voz alta lo siguiente: «La realidad es importante, pero aún es más importante la idea de realidad que cada mente es capaz de desarrollar. Lo que vemos no puede ser el punto final, en todo caso sería el punto de partida. Una historia a base de imágenes con una secuencia narrativa alejada de lo transitorio y de la dictadura de lo real.» El círculo se cerraba demostrando que, gracias a la tecnología, una fotografía podía ser mucho más que la imagen congelada de un instante concreto.
Entonces llegó la IA y todo pareció saltar por los aires, igual que con la aparición de cada nuevo paradigma social, científico o religioso. Si las costuras están a punto de saltar (ya veremos qué sucede) es porque estamos intentando adaptarnos a un nuevo relato que dice algo así: «Puesto que la mayor parte de lo que vemos ya ha sido fotografiado, no parece lógico seguir haciendo las mismas cosas de la misma manera. Todo lo que hemos hecho anteriormente debe servirnos para recrear una realidad "nueva" sin la necesidad de una persona detrás del visor de una cámara.» Al final, cada narración hace posible una nueva percepción de la fotografía, tanto respecto a su significado como a su práctica. Podría decirse que, a través de cada una de ellas, vemos la fotografía «con ojos nuevos».
Si esto ha venido para quedarse seguro que nos sobrevivirá porque ya no estaremos aquí cuando algunas cosas cambien definitivamente. Lo bueno de todas esas historias es que nos vinculan como comunidad. Lo malo es que uniformizan muchas de nuestras conductas. Lo mejor, sin embargo, es que, incluso justificando muchos de nuestros actos, no siempre nos sirven a todos. Y es que no hay una sola manera de hacer fotos, como no la hay de tocar blues, de hacer un huevo frito o de amar a alguien. Seguro que hay una historia en la cual podemos encajar.
Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
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