Sueño que hablo con una máquina. Sé que es algo inducido, claro, por la cantidad de personas que veo a diario hablando con sus móviles o con sus mascotas. Gente incluso hablando con ella misma o rezando ante una imagen de un hombre crucificado. Así que hablar con una máquina es algo corriente, nada extraño.
En el sueño le digo que quiero una foto. No dice nada. Le especifico que quiero una foto de una bajamar donde la retirada del agua marina deje curiosos diseños en la arena. La máquina me dice que espere un momento y en cuestión de segundos me ofrece una imagen mucho mejor de las que yo he realizado a lo largo de cuarenta años.
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La imagen me gusta tanto que continúo con la conversación. Es verdad que se trata de un diálogo un tanto atípico, desigual: yo hablo mucho más mientras que ella me responde sobre todo con imágenes. Le digo que quiero una foto del fondo oceánico más profundo del planeta. Vuelve a decirme que tenga paciencia y al cabo de medio minuto me muestra la imagen borrosa, y aun así evocadora, de una superficie arenosa ligeramente azulada con algunas piedras de colores psicodélicos. Si yo tuviese que hacer una foto semejante tendría que gastarme un dineral en alquilar un batiscafo y contratar seguramente a un buceador profesional. Es evidente que la tecnología hace algunas cosas más sencillas con mucha mayor rapidez. Me guardo los archivos en una carpeta y pienso en lo siguiente que me gustaría obtener: ¿La cima de un ochomil vista desde el cielo, el interior de un hormiguero, los colmillos de un león mientras devora una gacela?
La máquina es sumisa, rápida, eficiente. No protesta, no le duele nada, no descansa. Es fría como el hielo y veloz como un rayo. Obediente como un esclavo y eficaz como una cadena de montaje. Es fácil rendirse a sus encantos porque posee todo lo que a mí me falta. Yo soy débil, sentimental, ambiguo. Me asaltan las dudas, los interrogantes, las contradicciones. Mi estado de ánimo fluctúa, mi cuerpo se transforma, mis ideas se repiten. Soy una insignificancia cósmica a merced de los elementos, modelado por las circunstancias, esclavo de mis deseos. Soy humano y eso se refleja en las fotos que hago.
La máquina es perfecta. Contrasta con mis imperfecciones y mis límites físicos o mentales. Con todo, siento ajenas las imágenes que me ofrece. Distantes, extrañas. Acostumbrado a mirar, oler, tocar, sentir y escuchar, el resultado algorítmico me expulsa de un proceso en el cual llevo inmerso demasiado tiempo y que ha modelado mi vida fotográfica. Un proceso que tiene que ver con la intuición, los lugares, las sensaciones y la aventura. Un proceso ligado a una profunda conexión con las cosas que fotografío. Cosas que forman parte de mi vida porque las he visto, tocado, sentido y escuchado.
La perfección de la máquina contrasta con mis debilidades. Sigo atado a los colores del otoño, al aroma del océano y a la luz del ocaso. Incapaz de renunciar a la visión de las hojas secas caídas en el bosque o al crujir de la escarcha bajo mis pies. Atado a un proceso fotográfico que depende de mi cuerpo, de mis tripas, de mi corazón. Por eso cada vez que miro a mis propias fotografías siento que han salido de mis entrañas, porque tienen que ver con experiencias concretas vinculadas a mis estados de ánimo, a mis vaivenes emocionales, a mi forma de sentir lo que me rodea. Una vivencia orgánica que se basa en la relación directa y emotiva entre lo que fotografío y mi ser.
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El sueño es agradable. La máquina me ofrece rapidez y comodidad, y sé que no pasaría nada por quedarme a conversar con ella mucho más tiempo y dejar de salir a hacer fotos. Lo que me ofrece es inigualable. Sin embargo, me quita mucho de lo que hasta ahora ha significado para mí hacer fotos: la conexión con el mundo natural, la emoción de estar en ciertos lugares a ciertas horas, el gozo de ser testigo de ciertas realidades mientras suceden, la épica de una búsqueda que tiene que ver con mi forma de percibir el entorno. Elimina mi cuerpo de la ecuación y sin él me siento incompleto como persona; me siento como una máquina.
Despierto del sueño convencido de que soy débil, mucho. De que soy incapaz de sustituir mis sensaciones físicas, mi memoria y mis vivencias personales por un proceso algorítmico de lógica estadística y análisis matemático. Sería como mandar a otra persona a que hiciese las fotos que me gustaría hacer; por eso prefiero hacer menos fotos, menos espectaculares y menos interesantes que renunciar a esa conexión física y emocional que tengo con las cosas que capto. Necesito sentir que todavía soy capaz de imaginar, buscar, llegar y encontrar algo que me emocione. Sentir, aunque suene ridículo, que las fotos que hago no las puede hacer una máquina.
Hace días que sueño con encontrar un bosque de abedules con hojas de colores imposibles salpicado con rocas cubiertas de musgo después de una llovizna y con el cielo aún cubierto de nubes. Sé que la máquina puede dármelo en cuestión de segundos y que es muy posible que nunca encuentre esa misma imagen soñada ante mis ojos. Sin embargo, el día que lo consiga será tan importante el hecho de estar allí como la propia fotografía obtenida.
Mientras tanto seguiré buscando experiencias que conecten mi cuerpo y mi mente con la tierra que piso. Con cámara o sin ella.
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Fernando Puche lleva cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
Comentarios
Cuando regresé a casa, en la comida, mi hijo me preguntó si me había gustado donde fui. Le dije: - sí, además creo que le caí bien a los árboles que visité-. Mi hijo no entendió la respuesta, es muy joven. Cuando sea mayor espero que lo entienda.
Fernando Puche