En aquella época los «rangers» de algunos parques nacionales me sacaban del coche en calzoncillos por dormir en lugares prohibidos, me quedaba leyendo dentro del vehículo hasta que caían los párpados (aún podía leer a la luz del frontal), subía collados como si nada y era capaz de conducir toda una noche para capturar el amanecer en algún rincón paradisiaco. Mis imágenes eran luminosas, saturadas, formalmente bellas, creativamente clásicas y conceptualmente antiguas. Eran como yo o, al menos, eran como yo creía que debía ser la fotografía de paisaje. Reflejaban lo que sentía.
© Fernando Puche |
Con los años dejé de dormir en sitios prohibidos, de conducir noches enteras, de dormir dentro del vehículo, de viajar tanto y de coronar montañas. Aparecieron nuevos compromisos familiares, diferentes rutinas, sueños distintos. Ya no me sacaban del coche en ropa interior, ya no despertaba en lugares idílicos, ya no fantaseaba con visitar países lejanos. Tenía que haber alguna manera de continuar creando fotos «hermosas» con mi nueva situación, con menor esfuerzo, con un cuerpo más viejo y unas piernas más gastadas. Tenía que utilizar mejor mi cabeza, mi capacidad creativa, mi experiencia. Las prioridades cambiaron, y mucho: exponer y declamar en público pasó a un segundo plano. Si mi vida era distinta necesitaba otros retos, otras ideas, otros interrogantes.
En estos veinte años creo que hemos cambiado todos. La vida te enseña cosas, te lanza desafíos, te llena de preguntas. Intentas responder a algunas: qué es la vida, qué es la fotografía, quién soy yo. Pero deseas seguir haciendo fotos, claro, y ver lugares bonitos (yo al menos) y disfrutar con ello. Para sufrir ya está el día a día. En realidad no contesté demasiadas preguntas, pero me dije a mí mismo que quería seguir retratando paisajes y yendo con la cámara al campo. Y decidí que iba a hacer eso mismo, quizá a otro ritmo, quizá con otra energía, quizá con otros ojos.
Ahora estamos en 2024. Es increíble todo lo que ha pasado desde que Valentín publicara por primera vez la foto de sus «zapatos de Batman». Desde que remonté un barranco en otoño y se me hizo de noche dentro del río. Desde que me recorrí en bicicleta los Pirineos con mi cámara de formato medio a cuestas. Desde que fotografié el alba en el extremo de una isla y unas horas más tarde el ocaso en la otra punta. Desde que opté por no salir del saco de dormir cuando comprobé que el agua de mi botella estaba congelada. Desde que vi a cien personas fotografiando lo mismo que yo (o yo que ellas) e incluso así pensé que merecía la pena. Desde que miré por primera vez a través del vidrio esmerilado de mi cámara de madera. Es increíble todo lo que ha pasado. Y todo bueno. Lo mejor de estos veinte años es que no me arrepiento de nada.
Hace veinte años mis imágenes tenían veinte años menos de experiencia, dos décadas menos de pensamientos, cuatro lustros menos de preguntas. Las de ahora poseen veinte años menos de prejuicios, dos décadas menos de inocencia y cuatro lustros más de temperamento. Fueron ganando algunas cosas y fueron despojándose de otras, como mi propia existencia.
© Fernando Puche |
Las fotos que hago ahora se parecen poco –o casi nada– a aquellas que hacía en 2004. Me gusta imaginar que es algo bueno. Significa que soy otra persona (espero que mejor o, al menos, algo más sabia), que miro con otros ojos, que busco otras cosas, que han cambiado los anhelos. No sabría decir si son mejores o peores en comparación con las imágenes de antaño. Solo son distintas, ya está, eso es todo. Y no se distinguen por los lugares, las luces o los utensilios. Se distinguen por los pensamientos, las fantasías y los deseos que se esconden detrás de cada una. ¿Se hacen mejores fotos cuando uno duerme mejor, se cansa menos, carga una mochila más ligera o recorre distancias menores? No lo sé. El caso es que las fotos no se hacen con la cámara, ni siquiera con la cabeza (que es mucho más importante que cualquier otra herramienta). Se hacen con la totalidad de nuestro ser. Y mi ser es ahora distinto al de hace veinte años.
Además, mi barba se ha teñido de blanco, ya solo duermo sobre colchones certificados, mi equipo se ha reducido a lo imprescindible y únicamente camino con él lo justo y necesario. Por eso mentiría si dijese que veinte años no son nada. Son bastantes y han sucedido muchas cosas. Entre otras, que ya no necesitas ni cámara, ni móvil, ni salir de tu habitación para crear imágenes de tu entorno. He cambiado yo y han cambiado mis fotos, pero por encima de todo ha cambiado la manera de experimentar el mundo. Y la fotografía es testigo de ello.
Fernando Puche: lleva años haciendo fotos, escribiendo artículos, impartiendo talleres y publicando libros. Pero sobre todo, saliendo al campo con la cámara
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Actividad organizada con la colaboración de CulturaLAB |
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