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Sobre Maestros y Whisky. Una historia personal. Por Fernando Marcos.

No, no voy a hacer una apología sobre la importancia de unos buenos tragos de whisky para la inspiración artística, aunque sé y reconozco que a veces no vienen mal. Tan sólo pretendo reflexionar sobre la importancia de los maestros en nuestra evolución cómo profesionales, creadores o artistas.
© Fernando Marcos

Desde un pequeño pueblo de la provincia de Burgos, a muchos kilómetros de la capital, mi trabajo diario como pastelero se interponía con mi pasión por la fotografía. Sólo me dejaba libre los domingos por la tarde y los lunes para dedicarme a ella. No eran muchas horas, pero, si sumamos las noches en el laboratorio, conseguía aprovechar bastante el tiempo. Cualquier acción para adquirir material, libros o revelar carretes requería un largo viaje de ida y vuelta a la capital, a la tienda de mi amigo Julio «Lumen»
Las fuentes de aprendizaje eran las que muchos de ustedes conocerán: los libros de Langford, Freeman, Hedgecoe, y, por supuesto, las revistas de fotografía, entre ellas una llamada FV (Fotografía y Video).
Cada mes había que esperar la llegada al kiosco del número correspondiente de mi revista favorita, dentro de la cual solía haber un pequeño catálogo de libros de fotografía: de técnica, de estética, historia y otros temas, todos ellos muy atractivos. A veces, había que esperar mucho tiempo para que esos libros, y las enseñanzas contenidas, llegaran a tu puerta.

Obviamente, no había internet. 

El aprendizaje era lento y era autodidacta. En pocas ciudades existían escuelas de fotografía, y solucionar un pequeño problema técnico suponía horas y horas de esfuerzo sin nadie a quién preguntar. Además, estas vicisitudes técnicas solían implicar un gasto económico considerable. Todavía recuerdo el dineral que me costó aprender a ajustar los filtros de la ampliadora y eliminar o provocar dominantes de color en algo tan económico (nótese la ironía) como el Cibachrome, que era el copiado directo en papel partiendo de diapositivas en color. Me llevó semanas provocar una dominante verde en una foto de una botella de licor en aquellas maravillosas, coloridas y saturadas hojas de poliéster. Hoy en día, algún internauta serio te lo podría explicar, justo después de los anuncios de una marca de moda sostenible: «¡Aumenta el cian y el amarillo!», así de fácil.

Bodegón fotografiado con diapositiva Ektachrome de una copia en piedra con emulsión líquida. Copia en Cibachrome con dominante verde. © Fernando Marcos

Durante los meses y años de aprendizaje en solitario, los aficionados de Burgos solíamos acudir en busca de auxilio técnico y moral a la tienda de Julio «Lumen», que siempre con simpatía y paciencia infinita, nos dedicaba su tiempo. Una tarde en aquella tienda, en aquel refugio, hablamos de que ya no podía seguir aprendiendo en la soledad de los bosques y del laboratorio, que debería ir a Madrid a estudiar en una escuela donde enseñaban los mejores: Valentín Sama, Miguel Oriola, Vallhonrat, García Rodero, Castro Prieto, Yuste, Salgado e Isabel Muñoz, entre otros. Justo ahí, encima del mostrador, junto a las películas Kodak Plus X y Rodinal, estaba abierta la revista FV con un pequeño anuncio que contenía todos esos nombres. Eran los dioses del Olimpo fotográfico, y yo sería un humilde aprendiz dispuesto a recibir sus bendiciones.

Con un considerable esfuerzo en economía y tiempo, me desplazaba a Madrid todos los martes junto a mi mejor amiga –también es fotógrafa en la actualidad– para recibir las enseñanzas de los más destacados fotógrafos de España. Recuerdo que éramos los «de fuera», ya que casi todos, por no decir todos, eran madrileños. Eran los finales de los 90, años después, en esa misma escuela, el madrileño, incluso el español, sería el exótico.

En aquella escuela aprendí muchas cosas, pero muy pocas a nivel técnico o estético. Mis años de estudio en soledad me habían preparado muy bien en la técnica y la estética fotográfica, pero lo importante no era eso; no era aprender de los profesores, sino aprender de los maestros. 

Al finalizar ese año de «máster» me propusieron quedarme de profesor y ahí empezó la magia de compartir claustro de conocimientos con los olímpicos de la fotografía, por supuesto cómo simple y mortal aprendiz.

© Fernando Marcos

Los maestros no enseñan, ellos existen y nosotros aprendemos de su existencia.

Isabel Muñoz me mostró la inmensidad de algunas de esas técnicas que aprendí en mi soledad.
Vallhonrat me mostró la forma de observar y observar hasta el infinito y más allá. Miguel Oriola, nuestro queridísimo Miguel, me enseñó a ser la piel que siente la luz y a disparar con el alma, no con los ojos. Su personalidad inefable cautivaba y rechazaba a mucha gente, yo era prisionero de sus encantos.
Antes de conocerlo, Valentín Sama era para mí la firma de los mejores artículos técnicos que devoraba con pasión de aquella revista FV. Su conocimiento del medio, su irónica forma de escribir y capacidad didáctica me tenían enganchado. Él era la causa de ser mensualmente adicto al cartero, lo sigue siendo en este kiosko digital que es su blog, en el cual ustedes y yo estamos en estos momentos.

Conocí a Sama en una de aquellas ediciones de la desaparecida Feria Sonimag, otro Olimpo de la fotografía. Se casaba la infanta Cristina y yo conocía a Valentín en un stand de Barcelona. Ahí estaba esa firma convertida en humano, ya no era divino, era alguien amable que me vendió el segundo ejemplar llegado a España (el primero se lo quedó él) de «La copia», por Ansel Adams. Todo allí olía a tinta fresca y sabiduría.

Desde entonces he tenido la fortuna de compartir pizarras, charlas y cafés con el maestro de todos; con alguien que, sin duda, se merece el premio nacional de fotografía; ninguno como él y Oriola han influido tanto en tantas generaciones de fotógrafos.

Valentín fotografiado con Polachrome en el taller de Polaroid de EFTI (1.998) y ambos en la actualidad, en el momento de la entrega para El Club Píxel de Plata de una cuba «Rondinax» para carga y revelado a luz de día.. © Fernando Marcos y Ana Carretero

Mi otro gran maestro es Nacho Duato, no es fotógrafo pero es un extraordinario creador, dios de dioses. Por casualidades de la vida y dominio del laboratorio comencé a trabajar con él y aún sigo vinculado a sus creaciones. La primera vez que entré a la sala de ensayos, perdido, nervioso y con sólo cuatro carretes para gastar, me dijo: ¿tú eres el nuevo?, pues «acércate mucho». Y ya, ahí me dejó desde entonces; acercándome mucho…emocionalmente.

«Acércate mucho», me dijo Nacho. En la foto junto a Emmanuelle Broncín ensayando Raptus. © Fernando Marcos

Y pude hacerlo porque había aprendido de mis maestros, de mis bosques, de mi laboratorio, de Lúmen, de Sama, de Oriola y de muchos más que se cruzaron en mi vida.

También de mi soledad.


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Este artículo forma parte de una serie de contenidos que venimos, e iremos publicando a lo largo del mes de septiembre y hasta primeros de octubre para conmemorar el 
vigésimo aniversario de este blog «Acerca de la Fotografía», probablemente el más veterano medio independiente sobre fotografía publicado en español de forma ininterrumpida a lo largo de los citados últimos 20 años.
Participarán en esos contenidos algunas de las personas que han contribuido al blog a lo largo de este tiempo, y os recomiendo estar atentos, ¡pues el ritmo para esta reentré está siendo vivo!
La idea general –pero con una total libertad de ejecución para cada autor/a–  es dar una idea de cómo hemos visto el transcurso de esos años desde un punto de vista personal de la fotografía. VS

Actividad organizada con la colaboración de CulturaLAB


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