Dedicarse a la fotografía supone repetir ciertos gestos miles de veces durante una serie de años (a veces son unos pocos y otras ocupan gran parte de nuestra biografía). Igual que hacen las personas que se dedican al tenis o a la escalada. Descubrir, mirar, componer, situar el trípode, medir la luz, abrir el obturador… Hay algunas acciones más y las ocasiones en que las realizamos a lo largo del tiempo son imposibles de contar. Dedicarse a la fotografía no consiste en hacer fotos muy buenas o incluso aceptables. Más bien al contrario, es decir, realizar miles de fotos del montón para sacar un puñado de imágenes excepcionales. Nada distinto de lo que hacen los nadadores, las personas creativas o los científicos. Formular una hipótesis, realizar el experimento, analizar los resultados y sacar conclusiones. O bien entrenar como un loco, preparar las pruebas, competir, ver los tiempos y tomar decisiones. Y en ambos casos la etapa final es la misma: volver a empezar. Con otra hipótesis, con un entrenamiento distinto, con otras preguntas o con otros tiempos. Volver a empezar. En todos estos ejemplos no se trata tanto de sufrir como de estar dispuesto a alcanzar cierto grado de excelencia. La fotografía también funciona así.
Lejos de mi intención el asustar a quien desea dedicarse a la fotografía o a aquellas personas que ya llevan recorrido algo del proceso. Se trata de convencerlas de que hacer fotos se parece mucho, demasiado diría yo, a la propia vida. Nadie nace fotógrafo. Lo mismo sirve para cualquier profesión. Es algo que se aprende, y para ello se necesita mucho entrenamiento. Mucho pensar, mucho mirar, mucho sentir, mucho captar, mucho razonar. Las fotos surgen de las cosas que vemos, de los pensamientos que generan y las sensaciones que nos producen. Ya está; esa es la semilla. A partir de ahí surge una chispa que desencadena todo un proceso lleno de pruebas, altibajos y dudas.
Pero semillas hay muchas. Cada idea y cada sensación pueden ser el origen de una fotografía. Como es lógico, no todas germinan y de estas últimas pocas se convierten en «especies únicas». El ensayo-error es habitual. Imaginas, pruebas, sacas conclusiones y vuelves a empezar. Incluso si sale perfecto, no dejas de hacer fotos. Quieres ir a más, mejorar, asimilar, perfeccionar. Es un aprendizaje continuo porque hay nuevos retos que van modificándose: la foto soñada, el mirar de un modo u otro, una técnica insólita, un motivo distinto, una herramienta recién aparecida, un género antiguo. Una de las maravillas de la fotografía es que siempre puedes crecer, sea cual sea la edad que tengas, la experiencia acumulada, la perfección de tus imágenes. Nadie lo sabe todo.
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© Fernando Puche |
Y para crecer como fotógrafo las prisas son malas consejeras. La fotografía es una carrera de fondo. Ya sabes que los números no son esenciales, y por eso te digo que vivir la fotografía no depende de hacer mil fotos, cien exposiciones o diez libros. Nada de eso. Si te gusta de verdad hacer fotos, si lo disfrutas y lo sientes, entonces te pasas mucho tiempo dedicado a ello. En ratos libres, los fines de semana, a todas horas, los días pares. Da lo mismo. Y afirmo que se trata de una carrera de fondo, no porque lleve muchos años haciendo fotos, más bien porque cuando la disfrutas de verdad siempre puedes aprender algo nuevo y sorprenderte, siempre puedes volver a emocionarte y sentir gozo, siempre hay tiempo para hacer la foto de tus sueños y asombrarte a ti mismo.
Al principio solemos ser más impacientes. Queremos ver resultados, consecuencias, hechos. Los pensamientos bullen, el tiempo vuela. Eres joven y el cuerpo te pide velocidad, emociones, quemar la carretera. El futuro es una palabra extraña, pero quieres llegar a ella sin mucha demora, sin demasiados obstáculos, sin barreras insalvables. Al hacerte mayor tu cabeza cambia. El futuro es cada vez más pequeño y el pasado cada vez más enorme. No hay prisa por llegar al final de la autopista. Has recorrido lo tuyo y sabes lo que eres capaz de hacer. El ego está en su sitio; la próstata también. Agobiarse es de tontos, piensas, porque ya lo hiciste antaño y te robó mucha energía. La que te queda es sagrada y hay que administrarla con cabeza y sentido común. Las carreras, para quien quiera partirse la cara en el foso. Vivir la fotografía significa experimentarla no como una carrera, sino como un estado de ánimo. No hay competición, igual que no hay ganadores ni perdedores. Tampoco un índice de productividad. Hay un ser humano que experimenta algo en su interior y lo transforma en imagen. Una persona que busca cada vez que intuye el misterio de las cosas. A mí me preocupa cada vez menos el número de fotos que hago. Sé que en cada proyecto tendré que regresar al punto de partida, es decir, a buscar, mirar, sentir, escoger, captar y meditar. Es una rutina y la tengo integrada a la perfección en mi cotidianidad. Como lavarme los dientes o montar en bicicleta.
Volver a empezar es regresar al terreno de juego con la experiencia de los partidos previos. Es repetir tareas con los ojos cerrados y la mente abierta para aceptar lo nuevo que pueda surgir. Es reconocer eso que sientes y darte cuenta de que no eres el mismo aunque vuelvas a medir la luz y apretar el botón. Igual que vuelves a desayunar, comer y cenar. A veces es pesado (el equipo, los horarios, el recorrido) y, no obstante, vuelves a probarlo porque persigues algo que no está únicamente en las fotos. Buscas algo que está dentro de ti y solo el tiempo puede acercarte a ello. Buscas, en el fondo, sobrevivir como persona y perdurar como autor; así que en estos asuntos no somos tan diferentes de nuestros antepasados. Podríamos decir que somos neandertales buscando fuego.
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Charles Robert Knight, óleo, 1920 Creative Commons |
Así, volver a empezar significa reconectar con quien somos en cada etapa de nuestras vidas. Entender que no empezamos de cero; más bien partimos de lo realizado anteriormente. Podría valernos si nada ha cambiado; podría ser insuficiente si miramos alrededor con otros ojos. Requiere esfuerzo, no voy a engañarte; también reparte alegrías. Ir subiendo escalones, incluso de uno en uno y muy despacio, es una satisfacción enorme. Te remito a la cita que abre este libro: relajarse es una bendición, pero lograr algo que soñamos nos proyecta a un estado que no puede definirse. Asimilas, razonas, comparas, modificas, concluyes. ¿Cuándo termina? Cuando te canses de aprender.
No voy a engañarte: la fotografía es trabajar, trabajar y trabajar. Hay personas que creen en el destino o en algo superior. A mí me cuesta aceptar que en algún sitio esté escrito todo lo que va a ocurrirnos a lo largo de los años, y por ello prefiero confiar en el esfuerzo. Pero tampoco soy necio. Yo creo en el trabajo y también en la suerte. Creo que influye mucho la voluntad de cada persona y también el entorno en el que se desarrolla. Creo en la educación, pero también en las decisiones que tomamos cada uno. Creo que es bueno formarse y que a veces está bien tener un padrino. A nadie le gusta tropezarse demasiado. A mí tampoco.
Odio dejar una sensación amarga porque mi experiencia de la fotografía ha sido, en general, satisfactoria y enriquecedora. La práctica fotográfica no es una historia de fracasos (que también los hay); es más bien una historia de intentos. Es una carretera que nos lleva a algún sitio y no conocemos con detalle el destino. Un sendero en el que, por supuesto, hay que caminar y, como no podía ser de otra manera, hay que subir. Algunos desvíos, épocas de calor y mucho frío, tramos de piedra suelta y escurridiza, collados, riscos, cimas, descensos. Todo esto no es para sufrir, ni mucho menos; es para lograr algo de sabiduría. Tampoco demasiado; lo justo para entender cómo afecta la historia vivida a la obra creada, para reconocernos en las fotos hechas, para saber lo que queremos, para mirar entendiendo por qué lo hacemos así, para captar sin prisas lo que nos hace gozar. Para vivir la fotografía de un modo más orgánico y menos materialista. Para volver a empezar con ganas cada vez que nos sentamos a descansar o a quitarnos el sudor de la frente. Y al levantarnos ser algo mejores que antes.
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© Fernando Puche |
Además, no se puede estar mirando hacia adelante todo el tiempo. A veces hay que detener el motor y pararse a pensar, evaluar tus sensaciones, sentir los latidos del corazón, cerrar los ojos, respirar. Mirar hacia atrás y divisar el camino recorrido. Entender el porqué de ese recorrido. Esto puede durar una hora, una semana, un mes, un año. Y entonces volver a arrancar el motor.
Porque después de cada foto regresaremos, una vez más, al punto de partida, a la emoción que nos genera aquello que vemos. A la chispa que prendió el combustible que alimenta la creación.
Un artículo de Fernando Puche
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