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Fotografía e Inteligencia Artificial (IX)

Sinceramente, pensé que nunca me pasaría, y mira tú por dónde resulta que estoy aquí enganchado a la máquina. La rehabilitación de mis caderas fue bien, ya no necesito muletas para caminar (ni siquiera bastón) y hago vida normal. Todavía no cargo la mochila de fotos a la espalda, pero es cuestión de unos pocos meses volver a usar mi cámara de placas. O eso espero. 

El caso es que juré y perjuré, al menos para mis adentros, que seguiría saliendo al campo a fotografiar, que continuaría buscando sitios seductores, paisajes hermosos, instantes mágicos. Que volvería a patear caminos y a cruzar bosques, a recorrer veredas y a remontar riachuelos. Lo sé; he faltado a mi palabra y solo puedo decir aquello tan conocido de: «Lo siento mucho; no volverá a ocurrir.» ¿O sí?

Pero ahora que ya me he disculpado voy a contarlo todo para que, de paso, me ayude a entender hacia dónde me estoy dirigiendo. Y es que durante estos últimos meses (todo lo que ha durado mi rehabilitación) he tenido una fuerte necesidad de seguir haciendo fotos, de seguir creando, de sentirme activo, de pensar que aún valía para esto de «fotografiar el mundo». Por eso guardé mi equipo, lo protegí del polvo y lo dejé listo para cuando volviese a necesitarlo. «Es cuestión de tiempo», pensé. 

Mientras tanto comencé a trastear con la máquina. A conocerla como quien busca intimar con su compañero de trabajo. Cada día era un entrenamiento, una prueba, un test con el que medir mis progresos y nuestro grado de afinidad. Yo dictaba, ella obedecía. Me sentí útil y poderoso. ¿No es acaso suficiente?

Imagen generada por IA

En este proceso exploratorio el mundo exterior fue desapareciendo de mi vida. Sabía que estaba ahí fuera, y por eso mismo no dejó de existir; simplemente, dejó de tener la importancia que había tenido hasta ese momento. Quedaba con amigos, resolvía papeleos e iba al mercado a comprar, lo normal. Sin embargo, dejé de buscar con la cámara. La aventura ya no estaba fuera de casa, sino dentro de la pantalla. Y ella se convirtió en mi vida, al menos en mi vida fotográfica. 

En estos meses no he prestado atención a los partes meteorológicos; me ha dado igual si llovía o tronaba. También dejé de gastarme dinero en filtros, película o accesorios diversos. Después de años fundiendo mis ahorros en viajes, revelados, gasolina y escaneados, he de reconocer que da gusto ahorrarse un dineral que nunca terminaba de menguar. Ahora bien, reconozco igualmente que al principio me sentí raro, aunque en unas pocas semanas la sensación fue desapareciendo. Todavía me siento fotógrafo, y esto es lo que cuenta.  

Es cierto que he echado de menos ese contacto directo con las cosas que me seducían. Un contacto físico, claro, una percepción a través de la piel, del oído, del olfato o del tacto. Esa conexión sensorial con las cosas que fotografiaba iba transformando mi relación con el entorno y, a su vez, modificaba mi obra. Era un vínculo hasta cierto punto místico. La fotografía como respuesta a una experiencia orgánica y sensible. Y soy el fotógrafo que soy gracias a todo ello. 

Pero esto no quiere ser un lamento, sino una crónica. La crónica de un viaje que comenzó con una orden, o un comando, o un prompt, da igual. Al principio pedí cosas sencillas, cosas que hubiese podido fotografiar yo mismo. Luego me piqué con la máquina y le fui pidiendo imágenes más complicadas. A medida que me introducía tanto mental como físicamente en el proceso, la frontera entre la realidad y la ficción se difuminaba. Sabía que no eran fotografías captadas en el mundo real, pero también sentía que algunas podrían haber sido reales o serlo en el futuro. Al fin y al cabo, yo ya había fotografiado cosas que no existían en mi serie «Paisajes imaginarios». La línea entre encontrar algo en el medio natural y encontrarlo en el mundo informático se desvanecía por momentos. En ambos procesos hay una búsqueda, un trabajo mental, unas expectativas, un juicio. Y en ambos procesos el resultado final es el mismo: una imagen.  

Imagen generada por IA

Me doy cuenta de que en este viaje algorítmico sigo buscando imágenes «verdaderas» que nunca fui capaz de encontrar durante mis aventuras (¿busco quizá lo que me falta?). De que mi cabeza le pide a la máquina lo mismo que le pido al mundo real: un paisaje extraordinario, espectacular, seductor. Algo que parezca realista y posible. Y, sin embargo, algo me separa de esas imágenes generadas en apenas unos segundos: sé que nunca estuve allí. Que mis ojos nunca vieron eso que aparece en ellas. Que jamás pisé esos lugares, por otra parte ficticios. Y esto despierta en mí cierta desconfianza, fruto también, eso seguro, de mis propios prejuicios madurados en barrica de roble durante casi cuarenta años. 

Solo me atrae su aspecto formal, su envoltorio. Una especie de tiranía de lo visual elevada a su máxima expresión. El resto de sensaciones no importan. Eliminados el olor de las plantas, los sonidos del bosque, la humedad del océano o el viento en la cara, queda el ojo como único juez y única brújula del proceso creador. Pensar y mirar son suficientes. Y aún así me quedo clavado en la silla mirando la pantalla como si un nuevo dios hubiese venido a visitarme. Un dios que me da, con matices, todo lo que le pido. 

Lo que me ofrece este dios tecnológico es en realidad lo que me gustaría encontrar ahí fuera. Y es, por tanto, un reflejo de mis deseos, como lo son las fotos que hacía en la montaña. La semilla sigue siendo mi imaginación y mi memoria. No es sino otro espejo deformado donde mirarme. 

Las imágenes generadas con IA siguen siendo sesgadas, limitadas, tal y como son las que capturamos con nuestra cámara. Quizá persigo lo que no puedo lograr con mis piernas ni en mis viajes, y por eso el algoritmo es tan adictivo: es una máquina de lograr deseos. Abierta durante veinticuatro horas todos los días del año. 

Imagen generada por IA

No obstante, a medida que tecleo me invade el temor a que la máquina escape a mi control, es decir, a que me empuje a crear lo que ella puede ofrecerme y no lo que yo verdaderamente deseo, algo de lo que ya advirtió Vilém Flusser en su maravillosa obra Una filosofía de la fotografía.  Aunque a estas alturas de la historia, ¿no son acaso mis deseos también un constructo social? ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Quién modela a quién? La vieja lucha entre cultura e individualidad. 

Y no, no pienso que haya estado perdiendo el tiempo estos últimos años pisando sendas y descendiendo valles. Eso nunca. Son dos caminos distintos para llegar a una imagen. El origen sigue siendo mi cabeza; así que será ella quien tendrá que decidir cuánta dosis desea o necesita de esta nueva medicina. 


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En esta serie:
Fotografía e Inteligencia Artificial (VIII)

Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.

Web de Fernando Puche  

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