Creímos haber encontrado el paraíso. No había ninguna necesidad de ir a otro lugar, pues allí lo teníamos todo. Teníamos las grandes avenidas, los bosques tropicales, las obras de arte más emblemáticas y los animales más fieros. Podíamos escoger entre miles de rostros, cientos de ciudades, toneladas de colores y millones de texturas. Irse de allí habría sido estúpido y, sin embargo, algunas personas se marchaban y ya nunca volvían. Desconocíamos qué pasaba con ellas. Quizá encontraban otro edén o fallecían en el intento. Era un misterio que nadie pudo resolver. Como si se las hubiera tragado la tierra, pero la otra, la que nosotros desconocíamos.
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Habíamos sustituido los dioses por la tecnología. Pero no los dioses mitológicos de vida eterna y poderes sobrehumanos. Habíamos sustituido a los de carne y hueso, a los que llenaban los libros antiguos de fotografía, que tenían nombres conocidos y obras que algunos todavía adoraban. Ya no volvimos a necesitarlos.
El algoritmo acabó con todos ellos. A través de una pantalla, a modo de oráculo, el algoritmo nos brindaba sus frutos. El sacrificio era incruento; no se ofrecían vidas sino desprecios: el desprecio por las sensaciones físicas del mundo exterior. Lo que muchos mayores llamaban «la vida de verdad», como si solo existiese una, la suya. Contaban historias de nostalgia, de un pasado rancio y remoto, de una vida de cargas y penurias que nosotros nunca llegamos a entender.
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Eran historias épicas de viajes y sudores, de descubrimientos y fracasos, de búsquedas e iluminaciones. Se les encendía la cara cuando las contaban, mientras rememoraban tiempos en lo cuales sus rodillas carecían de artrosis y sus cuerpos desprendían energía ilimitada. No hubiesen podido repetirlo ni con las medicaciones más modernas. Eran patéticos. Por eso les gustaba tanto relatar sus hazañas, porque sus cuerpos solo podían llevarlos a la vuelta de la esquina apoyados en un bastón. Vivían de sus recuerdos, y esos recuerdos nos parecía tan lejanos y absurdos que escuchábamos por respeto, para que no sintiesen nuestra indiferencia o incluso nuestro desprecio. Porque a pesar de la cercanía física, en el fondo vivíamos en mundos distintos.
El tiempo hizo que pudiésemos encontrar todo, literalmente, al alcance de la mano. Y la palabra «todo» estaba tan bien usada que la pronunciábamos en alto y con orgullo. Todo, decíamos nosotros. ¿Todo?, preguntaban los viejos incrédulos, desconfiados, sarcásticos. Ahora eran ellos quienes no nos entendían. Quienes pensaban que teníamos una mirada miope, contraída. Que pensábamos haber descubierto una mina de oro sin saber lo que habíamos perdido a cambio. Nos dio igual; su mundo estaba agonizando. Podría decirse que a punto de colapsar.
Recorrimos el universo sin movernos de casa, sin sufrimientos ni esperas. Conjuramos a los espíritus y tuvimos acceso a lo enorme y a lo diminuto, a lo bello y a lo grotesco, a lo intenso y a lo liviano, a lo exagerado y a lo contenido. Los límites desaparecieron, y con ellos también el esfuerzo y los fracasos. Circulábamos por una autopista recién asfaltada sin límite de velocidad. Éramos pioneros entrando en los territorios ignotos de la fotografía generativa, computacional y algorítmica. Éramos conquistadores.
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Cambiaron tantas cosas que muchas personas no daban crédito. Ni a lo que veían ni a lo que narrábamos. Se acabó contar batallitas interminables sobre viajes y aventuras. Nos parecían telenovelas románticas para mentes inmaduras. La típica historia de superación que sustituye a la propia obra con su estructura caduca de presentación, nudo y desenlace. La excusa perfecta para quienes lo fiaban todo al azar en su deambular errático por las calles. La suerte era para los perdedores.
Cambiaron las dinámicas, los procesos, las búsquedas y los discursos. El mundo estaba dentro de una pantalla, ya nunca más fuera de casa. Y ese mundo era el que queríamos explorar; así que hacia allí nos dirigimos. Ufanos, sin prejuicios, orgullosos. Nos hicimos hijos de las pantallas porque ellas nos daban mucho más de lo que nos prometían los mayores. Cada vez que encendíamos una, la promesa del paraíso se reflejaba en nuestros ojos. Y esa promesa nos enganchaba como las pastillas rosas que tomábamos a escondidas los fines de semana en el club. Éramos adictos, y nunca nos importó.
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Una generación entera comenzamos a vivir de cara a las pantallas y de espaldas al mundo que habíamos conocido hasta entonces. Muchos no nos creyeron hasta que dejaron de vernos por las calles. Pensaron que ya volveríamos cuando echásemos de menos las ciudades ruidosas, los olores del campo, la brisa del mar, el cielo al final del día, la lluvia de primavera. Pero nunca regresamos. El mundo nuevo era tan grande (y tan brillante), casi inabarcable, que necesitábamos dos vidas, o hasta tres, para poder explorar una parte de su encanto. No echamos de menos a nada ni a nadie. Y ellos finalmente se olvidaron de nosotros.
Se fueron, ya de viejos, agarrados a sus viejas fotografías mientras nosotros permanecimos amarrados a nuestras pantallas. Cuando nos dimos cuenta éramos distintos, casi otra especie creando otras imágenes. Teníamos otros cuerpos y pensábamos con otros cerebros. Tan distintos que no nos hubiesen reconocido. Sus dioses se fueron con ellos. Los nuestros siguen iluminando cada sueño que aparece por las noches. Noches sin luna ni estrellas, pero de una luz extraña que enamora a quien la mira. Es la luz del futuro.
Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.
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