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Fotografía e Inteligencia Artificial (Distopía Tercera)

Sí, al final nos convertimos en seres extraños, aunque no más que otros. Se veía venir. Una sociedad cambiante demanda personas a la altura de las circunstancias, así que decidimos cumplir el mandato y hacer lo mejor posible aquello que la propia sociedad nos pedía: fotografías originales, contemporáneas y llenas de significado. Sin embargo, y a pesar de nuestros esfuerzos, las cosas no salieron tal y como esperábamos.

Todo empezó con los apagones. Cada vez más frecuentes y cada vez más largos. Hubo ocasiones en que llegaron a durar varios días. Así no era posible crear imágenes de manera continua, seria y tranquila. Al principio se instaló cierta psicosis al no poder predecir esos cortes de luz que iban incrementando su cantidad y su duración. 

Corrió el rumor de que la demanda de energía era excesivamente alta y por eso sucedían los apagones. Que el sistema no podía proporcionar la cantidad de luz necesaria que requerían los millones de pantallas trabajando ininterrumpidamente día y noche. Lo mismo pasaba con los servidores. Alguien deslizó, seguramente con cierta malicia, que había demasiadas personas generando fotografías, que éramos como una plaga. Que sobrábamos, vaya. 

Creative Commons

Cierto que a nadie se le obligó a dejar su trabajo, sus creaciones, sus obras de arte y, sin embargo, fue cundiendo el pesimismo a medida que las condiciones de trabajo empeoraban. La energía era cada vez más cara y más escasa. 

Entonces surgió el segundo rumor, que fue peor que el primero: había quienes se estaban planteando volver a lo de antes. Intuimos que era un chisme interesado porque resultaba evidente que buscaban desmoralizarnos. El caso es que fuimos escépticos hasta que alguien de confianza confirmó que había visto en la calle a personas con cámaras colgadas al cuello. Eran muy pocas, pero el pánico anegó nuestros cuerpos deformes: esta vez iba en serio. 

Al final tuvimos que recuperar nuestros viejos aparatos y salir a la intemperie. Aunque recordábamos vagamente unas pocas cosas, nosotros éramos distintos y por eso el mundo exterior nos pareció tan extraño, incluso hostil, con su incansable paleta de estímulos sensoriales. Nuestro cuerpo ya no servía para desenvolverse en un terreno que exigía desplazamientos y nos torturaba con incontables fenómenos atmosféricos. Habíamos olvidado el frío y el calor extremo, así como la lluvia y los vendavales. Comparado con nuestro refugio, este mundo era una jungla de amenazas y desafíos. 

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No resultó fácil regresar a los procesos de antaño (que algunas personas desconocían por completo), como no lo fue quitarnos la droga del algoritmo. Tuvimos que limpiar nuestras rutinas y nuestros prejuicios. Desengancharnos fue un infierno. Los muñones encogidos de antiguas y esbeltas piernas apenas nos daban para recorrer en un par de horas kilómetro y medio. Y sudando de lo lindo. Los dedos índices superdesarrollados no ayudaban a llegar a sitios que requerían trepar o agarrarse a piedras y ramas. Muchos de estos lugares quedaron vedados para nuestros ojos, aunque supimos sufrir como supuestamente lo habían hecho nuestros antepasados.

La atmósfera, sabedora de todas nuestras limitaciones, nos puso a prueba en demasiadas ocasiones. El fango, la lluvia, los vientos racheados o el calor extremo se turnaron insidiosamente junto con la orografía para hacernos la vida miserable y el proceso creativo endemoniado. Hacer fotos, pensábamos, no podía requerir semejante esfuerzo. Llegamos a pensar que los dioses en quienes ya no creíamos se estaban riendo de nosotros. Añoramos la tecnología más que un músico echa en falta su instrumento. 

Nos dividimos en grupos para así poder cubrir todas las zonas que queríamos o deseábamos fotografiar. El mundo, o lo que conocíamos de él, quedó repartido en áreas más o menos extensas donde cada grupo de personas se encargaba de motivos específicos (animales, humanos, paisajes, naturalezas muertas, fotografía urbana…). Esto nos permitió sobrevivir.

La creación de fotografías se redujo drásticamente, así como el número de horas que pasábamos preparando o editando nuestras imágenes. Lo que sí aumentó, y de forma desproporcionada, fue el esfuerzo que nos llevaba hacer cada foto. Ya no había una máquina a quien ordenar, un algoritmo al que pedir, un proceso con el que crear sin descanso. Ahora había que llegar a los sitios, buscar, caminar y regresar. Nosotros éramos las máquinas y, a diferencia de ellas, necesitábamos descansar. De hecho, hubo muchas personas a quienes las fuerzas les abandonaron por el camino. Todo nos parecía absurdo, hasta lo de mirar a través de un visor. 

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No nos crecieron las protuberancias inferiores, ni siquiera los muñones que hacían de brazos, y eso que soñábamos con ello cada noche. Nos crecieron las ampollas, eso sí, al ritmo que nuestra piel se degradaba al contacto con el sol y las ventoleras. Además, pronto aprendimos lo que era la frustración, pues nuestras fotos, hechas con tanto esfuerzo, nunca llegaron a ser tan modernas e interesantes como las que generaban las máquinas. Quizá por eso el destino comenzó a vaciarse y los caminos se volvieron borrosos. El futuro se convirtió en una palabra que preferimos evitar, no fuese que también decidiera abandonarnos a nuestra suerte. 

Hacer fotos nos lo había dado todo y ahora nos planteábamos si merecía la pena tanto esfuerzo para crear imágenes que nunca podrían igualar la riqueza de aquellas que el algoritmo nos ofrecía. La fotografía se volvió extraña, como si no la conociésemos. ¿Estábamos ganado sensaciones o estábamos perdiendo recursos?  

En esto llegó un tercer rumor cuando casi estábamos por dejarlo todo. Aseguraban haber inventado una nueva tecnología para implantar en la corteza cerebral unos sensores que permitirían convertir en imagen cualquier visión que pudiésemos recrear dentro de nuestra cabeza. Lloramos de alegría porque nuestras desgracias parecían haber terminado. Soñamos con implantarnos todos esos sensores idílicos y dejar de sufrir las inclemencias del tiempo y las desgracias físicas de los viajes. Dimos gracias a unos dioses de los que ni conocíamos su aspecto ni sabíamos sus nombres. 

Celebramos sin disimulo la buena nueva y nuestro gozo iluminó esos caminos polvorientos que deseábamos abandonar cuanto antes. Por fin volveríamos a encontrar, una vez más, nuestro lugar en el mundo, un lugar que creímos perdido. Y volvimos a preguntarnos de nuevo, tal y como hicieron durante siglos nuestros antepasados, qué es la fotografía, sin saber si esa vez la respuesta sería definitiva.

Fernando Puche


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En esta serie:
Fotografía e Inteligencia Artificial (Distopía Segunda)

Fernando Puche lleva casi cuarenta años haciendo fotos y casi veinticinco escribiendo sobre fotografía. Una cosa llevó a la otra y ambas a publicar libros. Seguramente son excusas para tener la cabeza ocupada, intentar ser mejor fotógrafo y escribir cosas que puedan interesar a los demás. Excusas para seguir experimentando la fotografía.

Web de Fernando Puche 

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